El mar nuestro de cada día

Por Alex Fleites 18 de septiembre de 2023
OnCuba

Raúl Martín, al frente de Teatro de la Luna, llevó a escena esta temporada la pieza escrita por Alberto Pedro.
De casi todo se habla en Mar nuestro, la pieza de Alberto Pedro (La Habana, 1954-2005) que Raúl Martín, al frente de Teatro de la Luna, llevó a escena esta temporada. O, más precisamente, se habla de casi todo lo que nos interesa a los cubanos de esta hora. Pues presenciamos una “asamblea de mujeres” en la cual hasta Oshún baja a meter la cuchareta.

En una formación de teatro arena, el público, al que ilusoriamente le toca observar desde el mar, asiste al duelo de tres personajes que se hallan, en crisis, sobre una balsa que ha quedado varada en lo que parece ser el mar de los sargazos. Ellas son Fe, Esperanza y Caridad.

Por esas difuminaciones de la lógica que tiene el teatro de AP, donde casi todo se resuelve a nivel mítico, la primera impresión para el espectador es de extrañeza. ¿Quiénes son ellas? ¿Qué las ha impulsado a lanzarse al mar? ¿Están solas desde el inicio sobre el precario artefacto o son el residuo “afortunado” de un grupo más grande que deshizo la adversidad?

Y ahí las tenemos, con escasísimas provisiones, enfrentándose a sus miedos, entre el que destaca el de regresar o volver. Tales términos para ellas no deben representar lo mismo, aunque son verbos entre los cuales no median diferencias. El hecho es que están, como nunca antes, enfrentadas a lo ineluctable, a sí mismas y entre sí.

¿Lo que les está sucediendo se debe al ateísmo de una de ellas? ¿Es por no haber sabido escoger entre anarquía y autoritarismo? ¿Tal vez por negar las creencias ancestrales, sepultadas en un cientificismo que, a la larga, termina siendo un dogma más? Si es lo primero, se impone hacer creer por la fuerza a Esperanza, ponerla a rezar a cualquier precio, aunque su naturaleza se lo impida; al fin y al cabo, es por su bien, y en estos casos la violencia resulta imprescindible.

Fe es la líder autodesignada. Ella finge tener respuestas para todo, pero a las claras se nota que comparte las incertidumbres de sus compañeras de viaje hacia ningún lugar, y una certeza: algo no se ha hecho bien, algo de las sagradas proporciones se ha alterado, la penuria, tan prolongada, de donde intentan salir, no puede ser casual. Incluso llegan a cuestionarse si pertenecen al “pueblo elegido”, el que debe plantar cara al imperio más poderoso de la tierra para redención del resto de la especie.

Y en sus dimes y diretes andan cuando se les aparece la Virgen de la Caridad, con los atributos de Oshún, mujer zalamera, de risa estertórea, sumergida en una atmósfera áurea. Es la virgen que alguna cree haber entrevisto ya, la portadora de un mensaje y varias decepciones.

El mensaje es que el secreto de la felicidad es ninguno. No hay que buscar ese estado ni en el norte ni en el sur, sino dentro de cada cual. Las decepciones se desprenden de que ella no tiene poder para torcer, en una u otra dirección, el destino de nuestros personajes. El “allá” donde se supone moran los santos marca reglas muy estrictas, y cada deidad tiene atribuciones, obligaciones y poderes limitados.

Un jarro de agua fría les lanza la Virgen cuando razona: “…seguimos estancadas en el mar de la necesidad, lejos de la costa de la Felicidad que se imaginan y que no puedo concederles porque no me es dado realizar ese tipo de prodigio. ¡Despierten, mujeres, no hay milagro!”

La propuesta de ella para las tres es… que regresen cuando el mar se aclare y el viento vuelva a ser propicio. Pero eso sí, deben todas estar de acuerdo en emprender el retorno, pues se trata de un destino común. ¡Tremenda idea! Regresar es volver al punto desde donde se partió, justo el mismo del cual quieren escapar como sea.

Líneas arriba dije que eran múltiples los tópicos que se ponían a discusión en Mar nuestro. Y uno de ellos es la racialización de la persona. Los mismos personajes se aceptan como “blancas, mulatas y negras”, en una escala cromática que es, asimismo, sinónimo de posición social. Una entre las tres dice —sentimiento compartido— que, si hay que reencarnar, a la otra vida le gustaría venir como hombre, blanco y del Norte.
Por Caridad, que es una mujer negra y poco agraciada, sabemos que es la tercera vez que se lanza al mar, siempre en busca de un serbio, el único hombre que la ha mirado como mujer. Al final accede a contemplar el retorno como una opción —la otra sería la desaparición en el mar, la muerte como salvación—, pero con la certeza de que sus intentos de fuga no van a terminar ahí.

A falta de cauris, la diosa consulta unas piedras del muro de Berlín, que una de ellas atesora como talismán o resguardo. Las piedras hablarán, registrarán el presente y el porvenir, pero no el de cualquiera —digo yo— sino el de aquellos para los cuales las dos palabras juntas, “muro” y “Berlín” tengan un hondo sentido trágico.
Hay un momento ciertamente significativo en la obra, y es cuando los personajes discuten la realidad o no de la aparición de la Virgen. Los parámetros principales para decidir esto o lo otro son el color de su piel y la “calidad” de su cabello. Y esta que se hizo corpórea es “menos clara” que la que imaginan.

“La virgen es mulata”, concluyen, “¡Pero adelantada! ¡Mulata blanconaza! ¡Y tiene el pelo bueno!” Y ahí sale a relucir el catálogo aberrante de los tipos de mujeres negras que creen conocer. Copio: negra colorada, negra lavada, jabá, blanca capirra, mora de pelo bueno, mulata indiada de pelo, blanca yucateca, negra parda, mora tinta, la charol y, al final de la escala, la negra conga: “chiquitica, gordita, zamba y no le crece pelo…”

La puesta
Para un texto tan intenso, Raúl Martín ha elaborado una puesta espléndida, trepidante, que apenas da respiro al espectador, que salta de un personaje a otro sin poder concentrar su simpatía en alguno en específico. Y es que aquí el protagonista es el logo, el discurso, y las cuatro mujeres, diosa incluida (Doreen Granados), tienen cosas valiosas que decir, arcaicas concepciones que dirimir y un desaliento unánime. Ellas están sobre un círculo que limita la balsa del mar. Un paso más allá de la raya está la catástrofe.

Y, paradójicamente, un paso más allá está el público, “inmerso” en los mismos dilemas de Fe (Yaité Ruíz), Esperanza (Minerva Romero) y Caridad (Osmara López): ¿El futuro levemente promisorio queda en otro lugar? ¿Qué divide lo real de lo imaginario? ¿Puede el dogma, cualquier dogma, sustituir a la razón? ¿Somos el resultado del azar o el producto de nuestras acciones individuales y colectivas? ¿La masa siempre tiene la razón? ¿De qué razón hablamos? ¿De qué sirve detentar la razón si eso no se traduce en acciones concretas que contribuyan al bienestar de esa misma masa sacrosanta…?

Excelentes las actuaciones; expresiva la banda sonora, que mezcla, entre otros géneros, filin con violín para la virgen. La escenografía, mínima, refuerza la contrastante sensación de cautiverio en medio de lo inmenso. En resumen, un espectáculo equilibrado, denso en lo simbólico y ágil en la estilización de la expresividad popular del cubano.

A Raúl Martín se le recuerda por ser el director, al frente de Teatro de la Luna, de espectáculos tan brillantes como La Boda y Los siervos (Virgilio Piñera), El enano en la botella (Abilio Estévez) y Delirio habanero (Alberto Pedro). Justamente de este último dramaturgo también había montado El banquete infinito (2017), y ahora se presentará en el XI Festival Internacional de Teatro de República Dominicana (del 20 al 30 de octubre) con dos piezas que han sido estrenos este año: Mar nuestro y Esperando a Odiseo, también de AP, con Teatro El Duende, de RD, y el actor cubano Orestes Amador.

Hasta Santo Domingo llegaron nuestras preguntas, que Raúl Martín, más que ajetreado en estos días, respondió amablemente.
***
¿Qué te ofrece Alberto Pedro como dramaturgo?
Una mirada sarcástica de la realidad, lo que me parece la mejor arma para hablar de la sociedad a través del teatro.

¿En qué medida crees que su teatro cala en la realidad nacional?
De manera profunda. Como inigualable filósofo de lo cotidiano, eleva el lenguaje de pueblo a un nivel poético logrado solo por grandes dramaturgos como él.

¿Se puede decir que sus textos, aunque con un fuerte contenido simbólico, son esencialmente realistas?
No diría eso. Las situaciones en que coloca a sus personajes, las fábulas que construye, están más en el campo de lo alucinado o absurdo. Como dije, construye los diálogos con el habla popular, como profundo observador de la realidad inmediata que era; pero sus textos se elevan a lo poético desde esa aparente sencillez y creo que eso lo aparta del realismo, aunque el diálogo sea potentemente veraz.

Excelente dúo este de Alberto Pedro y Raúl Martín. De la conjunción de ambas sensibilidades cabe esperar nuevos asombros. 

Por el mar nuestro anda Teatro de la Luna

Por Roberto Pérez León • 11/09/2023
Cubaescena

El teatro es un territorio de territorios singulares. El teatro expande lugares dinámicos. El teatro instaura una singular episteme, un saber social efectivo. El teatro como práctica cultural específica puede cartografiarse, pese a que nos remite a un punto que en su movimiento y extensión declara un espacio otro con un horizonte de sentido. Los espectadores habitan, cual experiencia esencial, ese horizonte como sujetos: participan, son interpelados, sacudidos por calibre ideológico del discurso teatral que se manifiesta en el conjunto de signos del espectáculo.

La reiteración no desgasta el valor de lo que se reitera. Reiterar es instar a reflexionar: Alberto Pedro Torriente (1955-2005) constituyó la vanguardia teatral de los años noventa sobre todo por la eticidad con la que supo ver aquellos tiempos. Como dramaturgo no dejó de tener en la mira la intrincada presencia cultural y sociopolítica que hemos desplegado desde enero de 1959.

En las premisas de su heterodoxia teatral estuvieron siempre los principios berchtianos, así es que este dramaturgo cubano de punta a cabo sabía que el arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma.

Alberto Pedro nunca en su obra anduvo con tapujos ni con el: “al que sirva el sayón que se lo ponga”. Alberto Pedro, como auténtico creador cubano de estos tiempos que hilamos entre todos, se atrincheró en lo que sabía hacer muy bien. Su teatro es paradigma de la crítica fecunda y no de la maledicente que se cobija en escuálidas metáforas de debilidad ideológica y estética.

El discurso teatral de Alberto Pedro tiene su médula en los noventa. Desde esa perspectiva trasciende, su cogollo dramático es preponderante dentro de la dinámica de los estudios culturales y el pensamiento crítico entre nosotros.

El teatro de Albero Pedro es un espacio discursivo de regularidades, discontinuidades, intersecciones que coexisten en una relación de fuerzas con lógicas propias del orden social, político y económico. De eso se trata el teatro. Recurramos nuevamente a la cita martiana: “El teatro ha de ser siempre, para valer y permanecer, el reflejo de la época en que se produce.”

Teatro de la Luna tiene en su haber una trilogía de puestas en escena con obras de Alberto Pedro del período germinal de los noventa: Delirio habanero (1994), El banquete infinito (1999) y Mar nuestro (1997).
Teatro de la Luna acaba de estrenar Mar nuestro. El tríptico que termina de configurar esta puesta posesiona al colectivo en la memoria de las artes escénicas entre nosotros. Delirio habanero fue estrenado en 2006 y en 2017 El banquete infinito.

El estreno de Mar nuestro reafirma la inscripción de Raúl Martín en la nómina de directores que con clarividencia, sagacidad y lucidez han sabido demostrar que el teatro es una asonada de conmociones.
La puesta en escena de Mar nuestro es una verdadera travesura lúdica. Ensalada cubana con agregados de posmodernidad y tradición folclórica, santería, religiosidad, racismo, feminismo y toda la producción simbólica que nos caracteriza como pueblo y nos une en una intimidad cultural de narrativa mestiza y sincrética.
En Mar nuestro de Teatro de la Luna se goza la teatralidad más allá de lo semiótico. El accionar performativo impone construcciones dramáticas que incluso sobrepasan el texto. Lo espectacular, lo visual que se alcanza con el montaje circular da a la puesta una rítmica que resuelve algún que otro estancamiento narrativo.
En Mar nuestro tres mujeres se van. Como los tres juanes de la Virgen del Cobre andan por ese no lugar nuestro que es el mar. Andan a la deriva en una balsa que no tiene brújula ni viento que la empuje. Fe, Esperanza y Caridad: tres cubanas que flotan, que salen sin llegar. En la travesía se les aparecen Ochún y La Virgen de la Caridad indistintamente.

Raúl Martín se despachó con el cucharón de la sopa y nos sirvió un banquete de teatralidad en tensión. Este director esencializa y fija el significado de los cuatro personajes de la obra.

Fe, Esperanza, Caridad y Ochún negocian sus diferencias y se fusionan en acciones perfomativas que fijan la encauzada destreza actoral. Doreen Granados es Ochún, Yaité Ruiz es Fe, Minerva Romero es Esperanza y Osmara López es Caridad.

Solo cuatro magistrales actrices como las que encarnan los personajes de Mar nuestro pueden conseguir las intermitentes y equilibradas presencias escénicas que accionan, mediante traviesas composturas rituales y extraviados comportamientos dramáticos, una situación trastornante en medio de un mar muerto que no hace llegar a ninguna parte.

Pero nosotros, como espectadores, sí llegamos a la mejor parte del teatro nuestro, esa que engendra compromisos de identidad y resistencia. 

COMENTARIO DE VIVIAN MARTÍNEZ TABARES. PROGRAMA “ESTA MAÑANA

RADIO METROPOLITANA. 13 DE FEBRERO DE 2024

Hoy les voy a comentar de la reposición o la segunda temporada de la obra Mar nuestro de Alberto Pedro Torriente en escena por el Teatro de la luna.
Como les anuncié, la semana pasada el Teatro de la Luna tiene en cartelera una pieza del dramaturgo cubano Alberto Pedro Torriente, un autor que protagonizara la escena de los años 90. Se trata de Mar nuestro, puesta en escena por Raúl Martín con un elenco integrado por cuatro jóvenes actrices. Este Mar nuestro fue estrenado en agosto del pasado año en la Sala Tito Junco del Centro Cultural Bertolt Brecht y luego se presentó en el Festival Internacional de Teatro de Santo Domingo. Ahora tenemos la oportunidad de asistir a su segunda temporada en la Sala Adolfo Llauradó, donde la intimidad ha acentuado la calidez del encuentro con la obra y sus hacedores.

Con esta pieza Raúl Martín y el Teatro de la Luna completan una trilogía con obras de Alberto Pedro iniciada con Delirio habanero en 2006, repuesta en 2011 con un nuevo elenco y El banquete infinito estrenada en 2017. Así, con Mar nuestro, Raúl Martín se convierte en el director que más ha montado al dramaturgo después de quien fuera su compañera en la vida y líder del Teatro Mío, Miriam Lezcano; pues, el director del Teatro de la Luna, que comparte su tiempo y su trabajo entre La Habana y la capital de República Dominicana, también ha estrenado el unipersonal Esperando a Odiseo en Santo Domingo, con el actor cubano Orestes Amador.
Mar nuestro fue escrita en 1997, para celebrar la primera década de Teatro Mío. Alberto Pedro la concibió como una versión actual de la pieza Esperando a Godot de Samuel Beckett, que fuera una de las obras que inaugurara el teatro del absurdo a inicio de los años 50 del pasado siglo XX. Pero el tema desde mucho antes era para el autor una referencia obsesiva y un reto para la imaginación frente a las circunstancias dadas de la realidad cubana y su interés por apresarlas en su contradictoriedad.

Fe, Esperanza y Caridad se nombran las tres jóvenes sobrevivientes de un intento de escape hacia el norte, que se han convertido en balseras erráticas en medio del mar de los sargazos. Con nombres que recrean los de las tres virtudes teologales, son como los tres Juanes de la Caridad de Cobre, una blanca, una mulata y una negra, asumidas como tal con plena conciencia y ostensibles en su condición étnica desde la propia selección del elenco, lo que las convierte en portadoras de elocuentes símbolos y en entes propiciatorios del rito que a menudo asumen. Pero ellas son también tres mujeres a las que el azar lleva a compartir las mismas circunstancias a partir de vidas e historias distintas y con motivaciones singulares para decidir lanzarse al mar en busca de alternativas. La renuncia a ideas y convicciones políticas. Los designios de la religión y el amor. Juntas discuten el modo de sobrevivir y de lograr llegar a alguna parte y del intercambio forzoso brotan nuevos temas que aluden a la precariedad debido a la crisis económica, al dogmatismo en que pueden llegar a erigirse el afán de combatir los dogmas de la religiosidad, al racismo latente como una tara embrutecedora y cruel, al feminismo como vía de afirmación y emancipación necesarias y cada una de las aristas entrecruza un amplio espectro de posturas filosóficas y actitudes frente a lo cotidiano elemental; entre las cuales puede aflorar, inclusive, la violencia. En medio de tensiones entre ellas, sin apenas provisiones y a merced de las corrientes que a veces llegan a ponerlas en verdadero riesgo para sus vidas, surgen visiones y espejismos que les despiertan el hambre, la sed y las horas bajo el sol o el sereno. Y entre ellas han creído ver a una figura mágica, la de la Virgen de la Caridad del Cobre. Tanto la añoran y la imaginan que al fin tiene lugar la aparición de la Patrona de Cuba, no en su revelación fundacional según la nomenclatura católica, sino como una Ochún yoruba, más lúcida y más terrenal que las tres mujeres de carne y hueso, a quienes supuestamente viene a auxiliar o quienes sólo la han imaginado. Pero lejos de sacarlas de la incertidumbre y de indicarles el rumbo a tomar para llegar al destino compartido y salvarse, la Virgen las insta a regresar porque "la felicidad no está en el norte"... sino en el interior de cada uno y los poderes que ella posee no sirven para torcer el destino que cada cual debe luchar por forjarse.

El lenguaje escénico de Raúl Martín elige un espacio desnudo marcado en redondo con una línea blanca que lo separa de los espectadores en disposición de teatro arena, lo que favorece una relación de proximidad con las actrices, acentuada para los que nos pudimos sentar en el escenario de la Sala Adolfo Llauradó. Justo en el centro del techo pende una cuerda gruesa fijada al suelo que es eje de la balsa y el centro del intercambio entre los cuerpos de las tres mujeres. Fe, interpretada por Yaité Ruiz Lias viste de azul y porta una amplia saya que evoca a Yemayá. Esperanza, en el cuerpo y la voz de Minerva Romero, viste de rojo y el color se asocia a un universo de ideas libertarias que la mujer no deja de abrazar por más que quisiera dejar atrás, entre la nostalgia y la negación. Y Caridad es Osmara López vestida completamente de blanco. Las tonalidades resumen también una simbología inequívoca mientras son portadoras de complejas discusiones que animan a la sociedad cubana. Doreen Granados es Ochún toda de amarillo y con un vestuario que, a partir de ciertos detalles caracterizadores, un tanto barrocos, acentúa su cercanía a una postura práctica de la vida. El universo sonoro que elige el director pasa por fragmentos de canciones de cuna, de nuestro acervo sonoro, que dotan el ambiente de ensoñaciones de los personajes en medio de la tensión. También hay un momento de supremo entendimiento en el que cantan en cuarteto el tema Amigas que Aberto Vera le regalara a Elena, Moraima y Omara, para una brillante interpretación.

Con Mar nuestro Raúl Martín y el Teatro de la Luna nos mueven a pensar, nos sacuden y nos emocionan, a la vez que reviven a un gran autor teatral cubano de la mejor manera, que es dándole vida a sus caracteres y acciones con belleza y rigor.  

Mar nuestro que distas del cielo 

Por: José Antonio García
Revista Tablas ………

Hace cuatro años atrás, cuando aún estudiaba en las aulas del ISA, escribía para Tablas un trabajo sobre las impresiones dejadas por la presentación de El banquete Infinito en la edición diecisiete del Festival de Teatro de Camagüey. Pese a que hoy al releer esas líneas la inexperiencia y las osadías juveniles de entonces me provocan cierto pudor, no dejo de atesorar aquel trabajo crítico entre mis más queridos, pues me obligó a recorrer los profundos mecanismo estéticos e impulsos poéticos que articulan el teatro de Raúl Martín y Teatro de la Luna, un director y una compañía que siempre serán cruciales cuando la historia del teatro cubano haga sus recuentos. En aquel momento abordé El banquete… ¬-estrenado en 2017- como una puesta que marcaba los veinte años de trabajo para el grupo, así como en 2007 Delirio habanero, otro texto de Alberto Pedro, señalaba el cierre de una primera década de gestación y consolidación.

No han sido diez años después en estos tiempos tan apresurados, pero en 2023 La Luna regresaba otra vez a la escena nacional y a la dramaturgia de Alberto Pedro con Mar Nuestro, un texto firmado en 1997 y que cierra la tríada de obras que marca una relación particular con la historia del colectivo y uno de los dramaturgos fundamentales de nuestro teatro. Me gusta pensar que se trata de una calculada coincidencia donde el autor de Tema para Verónica, señala el camino de regreso para un creador como Martín, al cual la intermitencia de sus producciones dentro de Cuba en los últimos años, han dotado a su teatro de un sello que pese a ser inconfundible en lo técnico, resulta camaleónico en sus refrentes y puntos de arribo. Los veintiséis años de La Luna se tejen desde una génesis marcada por el tránsito a escena de la dramaturgia piñeriana, pasando por los unipersonales de Abilio Estévez, hacia al contacto con autores internacionales clásicos (Shakespeare, Pirandello) y contemporáneos (Rózewicz, Fritz Kater, Schimmelpfenning).

En el caso de Mar Nuestro se marca una situación dramática propicia para ser el detonante tanto de referencias temáticas y recursos de representación que tradicionalmente explota la estética de Martín. Tres mujeres se han lanzado al mar en un viaje de exilio. Las tres recrean en sus nombres y actitudes conceptos alegóricos: Fe, Esperanza, Caridad. Una tríada que naufraga entre los sargazos desprovistas de remos, carentes de orientación y sin que un soplo de viento redirija su rumbo. Allí, ante la inanición y el desespero, la alucinación las hace invocar a la Virgen de la Caridad del Cobre. Se reposicionan como una versión femenina de los tres Juanes que, en medio de la tormenta en alta mar, fueron rescatados por la sagrada imagen. La presencia divina llega y da paso al exorcismo de estas mujeres, donde el recuento de sus actos se define en una decisión: ¿el retorno o la muerte?

Se podría leer Mar nuestro como otra estación crucial en los giros del teatro de Alberto Pedro. Si bien su abordaje social utiliza un recursos aparentemente realistas en obras iniciales como Weekend in bahía y Manteca, el delirio y la añoranza de sus personajes redescubren sus potencialidades escénicas en obras como Delirio habanero, donde la locura termina por ser la vía para adentrarse en una lectura visceral de la cultura cubana mediante sus fracturas y añoranzas; algo que desde el texto se deja entrever a través del símbolo y la triple condición delirio/sueño/realidad que emana desde sus personajes y contamina toda la ficción. Aún más evidente es la apuesta por la teatralidad al descubierto en el Banquete Infinito; el texto nos invita a pensar en una escena carnavalesca donde pululan los recursos del absurdo y el choteo para acompañar una fábula en la que se debate filosóficamente sobre la degradación del poder a través conceptos como el eterno retorno nietzscheano.

Sin embargo, la historia de las tres náufragas, ubicada cronológicamente entre las mencionadas anteriormente, deja entrever un encuentro con la intimidad de su teatro inicial, pero ya anuncia las profanaciones vinculadas a otras herencias. La emigración, el racismo, las complejidades de nuestra identidad como cubanos, las paradojas de la historia, lo soledad corrosiva, los derrumbes físicos y espirituales, parecen ser las temáticas eternas del autor que en Mar nuestro se decanta por una situación dramática que cierra el espacio. Nos hace tender vínculos el existencialismo de Sartre, donde para las tres mujeres el Infierno podría estar en su propia compañía, pero a la vez la alusión constante a un entorno degradado que condiciona sus personalidades y ha puesto el lance al mar como único camino, nos recuerda al Beckett más radical de Nuestros días felices.
Esta metamorfosis que ocurre a nivel dramatúrgico también influye en la propuesta escénica del director. El propio Raúl Martín confesó que esta es la primera vez que opta por trabajar con la modalidad de teatro arena, rompe entonces con la frontalidad que suele ser una constante es sus puestas. Incluso en espectáculos anteriores donde predominan las herencias del cabaret como Mujeres de la Luna, el peso del diálogo con el espectador marca de manera muy clara una mirada tradicional. El escenario de la sala Tito Junco, permitía ubicar al público en cuatro zonas distintas desde donde son observadas las actrices. Es esta una condición que resemantiza el trabajo de la Luna, donde el personaje casi siempre ha sido el móvil conductor de la acción en sus espectáculos, pues los grandes montajes de Raúl Martín son de esos que dejan en la memoria grandes personajes. Pensemos en Delirio… con El Bárbaro y La Reina, o en el Nicleto de Los siervos, e incluso en Nicolás y Clara de La mayoría de los suicidios ocurren en domingo, el personaje termina por ser esa fuerza mayor que pone en marcha todo el discurso dramático. En el caso de Mar Nuestro, las tres mujeres funcionan como una especie de tríada donde la efectividad de su funcionamiento parece radicar en su equidad como roles. La eficacia está en hallar un punto que les permita apoyarse y complementarse con unos entes que son mirados desde distintas perspectivas.

Por otra parte, la elección del teatro arena, refuerza simultáneamente el intimismo y complicidad que propone el texto, junto a la sensación de sitio ante la nada. El público deviene entonces en ese mar, que ha devorado tantos cadáveres y donde las actrices se mantienen alejadas en una pauta clara de no traspasar el círculo que delimita su espacio/balsa. Es curioso porque la lectura nos permite ver además una frontera material entre la realidad y la ficción. Las tres presencias, simbólicas no solo en sus nombres sino también en sus respectivos vestuarios (rojo, blanco, azul), parecen más bien alegorías típicas de un misterio medieval. Encarnan preceptos (fe, esperanza, caridad), que para la Cuba de hoy solo pueden hallarse en su estado puro sobre un escenario.
Sobre las tablas, despobladas de cualquier atrezo, una cuerda nos marca el centro para estas mujeres ¿el mástil, la cuerda de salvación, un tótem, el hilo del destino? Una imagen limpia, pero completa y desgarradora por sí sola que obliga exclusivamente al intérprete a completar el discurso. Yaité Ruiz en el papel de Fe, Minerva Romero en el de Esperanza y Osmara López como Caridad, logran acoplarse con el equilibrio que exige la puesta. Entran dentro del código teatral casi coreográfico del director y a la vez son capaces de encontrar su individualidad bajo una máscara la cual más que estar construida sobre el artificio, se ancla en los resortes sensitivos que hallan en relación con sus personajes. Evidencian la encarnación y tránsito certero por sus conflictos particulares con la racialidad, la permanencia, el éxodo, el amor, la empatía.

La crisis social hace parábola hacia una crisis de la imagen religiosa, una fe heterogénea, barroca, y con cimientos que se tambalean, pero a la vez son siempre el último recurso. Cuando es imposible la concreción material de un sueño, se acude a las instancias metafísicas, vano camino si olvidamos que estas están ligadas el plano real, por lo que los quiebres son simultáneos. He ahí la raíz profunda y rizomática del absurdo que rige la situación de estas mujeres tanto como personajes como actrices.

Cuando la Patrona de Cuba hace su presencia en escena, no puede ser de otra forma que cargada de los estereotipos visuales y gestuales que, desde el exterior, pero también desde dentro, hemos dejado imponer como vitrina de nuestra cultura cívica y religiosa. Esta virgen que enarbola el sincretismo en sus distintas facetas y nombres (Oshún, Ìyálóòde), en Mar nuestro se presenta plagada ademanes pintorescos y hablar sainetero. Parece más bien una tarotista propia de un canal televisivo; defiende su criollez al ritmo de una diva vestida de amarillo que canta boleros donde desborda la ya trillada y superada zalamería de la raza mestiza.
La joven actriz Doreen Granados, sabe disfrutar este personaje sobre la escena, consigue sacar lo mejor de su condición farsesca para hacernos caer en la cuenta de que lo superficial ha cubierto no solo el tejido de nuestras vidas físicas, sino también la esencia de nuestra espiritualidad. La fachada que se construye sobre el personaje llega a ser tan voluptuosa, que el punto de despojo que exige luego el texto a través de la piedad real de la Virgen pasa imperceptible, como si la hiperteatralidad se resistiera dejar el cuerpo de la actriz y permitir el giro radical de un conflicto, donde ya las buenas intenciones de la salvadora son insuficientes ante la ira de potencias mayores como Yemayá. Las mujeres están solas ante el peso de su decisión. Lo contradictorio es que aún persiste la distancia a pesar de la cercanía, el lirismo del texto, deja volar el discurso verbal de las protagonistas hacia otras dimensiones que nos parecen tan lejanas cuando en realidad desnudan la precariedad de nuestro presente. La balsa parece un minúsculo círculo y es una certeza que quienes la habitan son nuestras compañeras de naufragio.

Una obra con tales presupuestos en su temática y hechura deja en evidencia varios caminos que tientan a observar su desarrollo. Por una parte, la urgencia de revisitar a los autores canónicos de la dramaturgia cubana y hallar la pervivencia o no de sus grandes protagonistas en los imaginarios actuales. Parece entonces un hecho que esa reinvención depende de directores y grupos dispuestos a relaborar sus discursos sin renunciar a sus esencias. La Luna, siempre que quiera será un bastión diferente dentro de nuestras compañías, más en estos tiempos donde su apuesta por lo teatral resulta sui generis en un panorama escénico que aboga por la confesión directa, la desestructuración de los generadores del artificio y se sostiene en esa brecha de desgarre donde el personaje roza al límite con el intérprete. La troupe de Raúl Martín ha dejado en más de una ocasión muestras del poder de su credo escénico, desde la mímesis y el pacto ficcional han generado catarsis reveladoras en la memoria de espectadores por más de dos décadas.

Los templos no se reconstruyen de la nada. Mar nuestro aterriza sobre muchos escollos que invitan a ser retados para que dicha manera de entender el teatro comulgue con la actualidad que le precisa, pero ello no quiere decir que no sea vital que La Luna siga brillando en nuestras carteleras. Quedará por ver si se trata de un paso fugaz e intermitente, como un estertor extraño en medio de nuestra estridente escena, o conecta finalmente con la condición ganada por el grupo como núcleo de vanguardia, transformación y tenacidad.  

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