INOCENCIA EN EL CIELO SIN DIAMANTES

Por Frank Padrón

Las citas de nuestros dramaturgos y actores con el teatro alemán arrojan siempre resultados, cuanto menos, estimulantes; los montajes durante estas provechosas jornadas que celebran ya su tercera edición en La Habana, han aportado a la escena nacional lecturas singulares (La vida en la plaza Roosevelt, por Carlos Pérez Peña y Teatro Escambray; Las relaciones de Clara, dirigida por Carlos Díaz con El Público, entre lo más recordado) donde la multiespacialidad, la asunción de complejos y riquísimos personajes —que no por desenvolverse en circunstancias histórico-concretas dejan de exhibir mucho de universalidad desde las audacias morfológicas habituales en esos colectivos— puestos entonces en función de letras provocadoras y de gran vuelo, generaban puestas dinamitadoras de la ocasional inercia teatral del patio.

En esta nueva semana hemos podido enfrentarnos a dos notables textos: Heaven (a Tristán), de Fritz Katar, e Inocencia, escrito por Dea Loher (autora también de los dramas arriba citados), escenificados respectivamente por Raúl Martín y su Teatro de La Luna, y por Irene Borges con Estudio Buendía.

El primero de ellos alude desde su título en inglés al vocablo que en esa lengua se refiere, más que al simple cielo como espacio geográfico, al estado de beatitud y paz alcanzado tras una vida de meditación mística; irónicamente los personajes lo persiguen pero claro que ninguno lo alcanza: los encontronazos de las dos Alemanias tras la caída del Muro provocó que ciudades industriales como la que enmarca la obra (Wolfen, relativamente cercana a Leipzig) languidecieran ante el nuevo orden socioeconómico, circunstancia que enroló al propio autor, nacido en la facción occidental aunque emigrado antes del cambiazo a la antigua RDA, para regresar a principios de los 90 a Berlín, lo cual marca el inicio de su vida teatral.

La crisis en que el arrollador e indetenible capitalismo globalizante puso a empleos y profesiones de antiguos moradores del lugar (y esa parte del país toda) da pie a los conflictos de los personajes, quienes mediante largos monólogos y a veces diálogos, exponen sus frustraciones.

El mismo procedimiento escritural incluye abundantes códigos alegóricos e intertextuales (alusiones, citas, pastiche…) que si bien confieren una densa sustancia conceptual y filosófica a la pieza, amén de indudablemente poética, la enrarecen en cierto sentido con el exceso y la adiposidad imaginal: difícil se hace seguir el proceso de las ideas ante esa característica, a pesar de la superlativa labor de varios de los actores (Laura de la Uz, Minerva Romero, Amarilys Núñez, Mario Guerra…), enfrentados a esa doble dificultad al enfrentar sus roles.

En su criterio directriz, Martín resuelve admirablemente las hipérboles textuales mediante un montaje dinámico y ágil, en el cual las proyecciones de multimedia (que implican una alternativa escenográfica mucho más plural y rica), la variedad de puntos y dispositivos escénicos y la iluminación, enriquecen notablemente la puesta en función de más de un supraenunciado, a pesar de todo, apreciable: la caída y retoma de la ilusión, por obra y (des)gracia del neoliberal proyecto en estos personajes que sin embargo luchan, y aun cuando coqueteen algunos con el suicidio saltan por encima de desdichas amatorias y desempleos.

No menos compleja es Inocencia, de la célebre Dea Loher, en otra ronda de seres atrapados por las colisiones y sesgos de la identidad cultural, familiar y ontológica; aunque de estructura menos compleja (al menos en apariencia) el tejido idéico y sociosicológico de la autora sí lo es: el peso de las migraciones indeseadas, de las quebraduras en relaciones afectivas y eróticas, los rumbos y atajos que toman las ciencias (im)puras ante las mutaciones históricas, encuentran un encauzamiento rotundo, en esta dramaturga versada en los desplazamientos e interconexiones escénicos y lúdicros.

Irene Borges, al frente del montaje, logró sortear también lo abundoso de la letra, si bien pudo sintetizar aún más las exposiciones del Filósofo (muy bien incorporado por Carlos Pérez Peña, y sin embargo) redundante en sus ideas, apenas variaciones de un monótono y único discurso.

Pero aquí también hallamos un notable trabajo escénico, donde una expresiva banda sonora (de la propia Irene), verdadero correlato, una inteligente espacialidad (a tono con los presupuestos de la autora) y una cohesionada labor de equipo en tanto actuaciones, impiden que decaiga el interés, a pesar de la nada breve duración de la obra.

En este último aspecto, Xiomara Palacios confiere a su señora Zucker la dimensión tragicómica que sintetiza todo el texto, Eric Morales dona a su Fadoul de todo el desgarramiento mezclado con cierta ingenuidad de un personaje (inmigrante árabe en Alemania) sutil y matizado, que requería semejante tratamiento por parte del actor que lo incorporara (como felizmente ha sido), mientras la Absoluta de Alina Molina, libre de los estereotipos en que aterriza más de un actor cuando representan ciegos, se erige, gracias a la joven actriz, en un personaje carismático y vital.

Dos obras, dos momentos atendibles de la escena alemana actual, encuentran en sus versiones cubanas motivos para el orgullo, y la certeza de que nuestras tablas a la vez que reciben, tienen mucho para ofrecer y enriquecer.

© Copyright 2024 Teatro de la Luna - All Rights Reserved

Best AI Website Maker