DELIRIO HABANERO: OTRO ELOGIO DE LA LOCURA

Por Ernesto Fundora 

Más enérgica y radical es la acción de otro procedimiento: el que ve en la realidad al único enemigo, fuente de todo sufrimiento, que nos torna intolerable la existencia y con quien, por consiguiente, es preciso romper toda relación si se pretende ser feliz en algún sentido. El ermitaño vuelve la espalda a este mundo y nada quiere tener que hacer con él. Pero también se puede ir más lejos, empeñándose en transformarlo, construyendo en su lugar un nuevo mundo en el cual queden eliminados los rasgos más intolerables, sustituidos por otros adecuados a los propios deseos. Quien en desesperada rebeldía adopte este camino hacia la felicidad, generalmente no llegará muy lejos, pues la realidad es la más fuerte. Se convertirá en un loco a quien pocos ayudarán en la realización de sus delirios.

SIGMUND FREUD. «El malestar en la cultura»


Ha regresado Teatro de la Luna a los escenarios de la Ciudad. De esa misma Ciudad que teje y desteje a un tiempo su historia, la Ciudad donde tomaron cuerpo el delirio de venganza de Electra Garrigó, el delirio de servilismo de Nicleto o los delirios de fabulación de El Enano, la Dama del Álbum o Santa Cecilia. Y para su nueva entrega, el colectivo que dirige desde su fundación Raúl Martín ha trabajado sobre Delirio habanero, de Alberto Pedro, texto que estrenara Teatro Mío en 1994 bajo la dirección de Miriam Lezcano.

Director y dramaturgo ya habían iniciado una hermosa afinidad a la que debemos la versión definitiva de El banquete infinito, reescrito expresamente para el elenco de Teatro de la Luna, que tuvo a su cargo una lectura de la obra en julio de 2005, dentro del ciclo que coordina la revista tablas. Por eso Delirio habanero es también un homenaje a Alberto Pedro, justo cuando se cumple un año de su muerte.

Frente a las pretendidas «deficiencias» o «vacuidades» que le han sido achacadas, me gusta pensar a Delirio… como un texto que hereda una larga tradición teatral, la filtra por las obsesiones temáticas de su autor y las devuelve en un producto donde lo sinuoso de sus conflictos, lo que yace oculto detrás de lo más aparente, lo que no se dice, posee una fuerza teatral de magnitudes insospechadas. Porque en Delirio… confluyen, entremezclándose sucesivamente con las alternancias entre ilusión, apariencia y enigma, las claves que vertebran en secreto buena parte de la dramaturgia de Alberto Pedro. En sus obras, la nocturnidad es una constante temporal. Weekend en Bahía comienza en la madrugada y termina al amanecer. Manteca transcurre en la última noche del año, como también es la noche el único horario en que criaturas semejantes a la protagonista de Madonna y Víctor Hugo son aceptadas. También en El banquete infinito las horas de la madrugada son de vital importancia para los rejuegos de poder que traman sus personajes. En Delirio…, que igualmente discurre en ese horario, al amanecer, junto con la luz del sol, también llegarán los demoledores.

Si en el ámbito temporal se privilegia la noche, desde el punto de vista espacial usualmente las piezas de Alberto Pedro se ubican en locales cerrados: la fábrica de Finita Pantalones, el dormitorio de Esteban, el hermético apartamento de Celestino, Dulce y Pucho o la Sala de Gobierno donde transcurre la acción de El banquete… También podemos encontrar lugares abiertos como la simultaneidad de locaciones en que transcurre Tema para Verónica, la azotea de Kiko Palomo o el malecón en Madonna… Pero se trata de una apertura relativa. Cuando el espacio se abre, es para establecer un contraste con la opresión psicológica que corroe al personaje protagónico. Así hallamos los tropiezos de Verónica para lograr ser aceptada por sus compañeros de estudio o mejorar las relaciones con su madre, la rancia angustia de Kiko por la incertidumbre sobre el destino de su hijo o el sigilo con que se mueve Madonna.

Como en Manteca, Delirio habanero se construye a partir de la interacción dialógica de tres personajes. Ese tercero es como un «tercer ojo», tercero y al vez único, no negociable –en este caso, Varilla–, que alternativamente irá inclinando la balanza a uno u otro lado de los polos en oposición, generando o acrecentando el conflicto a medida que la obra gane en intensidad.
El proceso de montaje transcurrió en el cine Pionero, donde aún pueden verse los escombros apilados a la entrada que recuerdan el estado de deterioro del inmueble, donde hubo al principio olor a ratón, donde todavía permanece el techo agujereado… una «nave clausurada» en pleno centro de La Habana. Llegar todos los días hasta allí, darle la espalda al mundo para rearmar la fábula una y otra vez, enfrentarse al aislamiento del encierro consciente y a la perversidad de las limitaciones conocidas, permearon favorablemente el alumbramiento de Delirio… Y todas las texturas, todos los olores, sonidos y silencios de esa «pobreza irradiante» –para decirlo en términos lezamianos–, han quedado inscritas, a no dudarlo, en el cuerpo y la memoria de los actores, esos «seres maravillosos», como los llamaba el maestro Roberto Blanco.

En la puesta de Teatro de la Luna la enunciación comienza a construirse desde mucho antes que el espectador entre a la sala. Un portero negro, con guantes blancos y vestido de rojo recibe al público e invita a beber unos tragos de Cuba Libre servidos en sendos mostradores donde se le da publicidad al ron «Delirio Habanero Gold». Dos bailarines –Orialys Hernández y Odwen Beovides– interpretan una pieza coreográfica que puede leerse como anticipo de lo que sucederá dentro de la sala. Al compás de «Desencanto» –bolero compuesto por Enrique Santos y Luis Amadori e interpretado por Celia Cruz–, se abrazan; ella huye y él la persigue: huida y permanencia, cercanía y evitación, seducción y escape; ideas que luego catalizarán sobre las tablas las fricciones entre el Bárbaro y la Reina. Teatro desde mucho antes de sentarse en la luneta, hecho que mucho hubiera divertido –no lo dudo– a Alberto Pedro.

Para su concretización escénica, Raúl Martín ha privilegiado –frente a la solemne ambigüedad latente en el original– la arista de la locura. Sustituyendo algunas canciones por otras de los mismos cantantes que entonan mejor con los presupuestos trazados para este montaje, el tejido espectacular se adentra en una tupida madeja de presunciones y negaciones. Varilla, la Reina y el Bárbaro creen ser, desde su condición megalómana, tres seres mitificados por el imaginario popular: Varilla, el célebre cantinero de la Bodeguita del Medio, y dos ídolos de la música cubana de todos los tiempos: Benny Moré y Celia Cruz. Creen ser quienes no son, condición lúdicra semejante a la que esboza La secreta obscenidad de cada día, de Marco Antonio de la Parra. Pretenden serlo, pero no lo son. En la nave clausurada desde 1967, cuando los tiempos de la otra ley seca, cada noche es una noche de encuentro. Ellos reviven en ese, su espacio único y posible. No son, pero ahí sí son quienes dicen ser; hilo que, tensado, genera acritudes que se traducen en un juego escénico divertido y dinámico.

Varilla pule sus botellas cuando llega el Bárbaro, que entra por donde no debe y sin hacer la contraseña. Varilla protesta. Nadie debe saber de la existencia del bar. «Te he dicho muchas veces que por ahora este lugar no existe. Métetelo en la cabeza. No existe. No puede existir nada más que para nosotros.» Su condición clandestina lo convierte en lugar de resistencia, sitio de evasión y refugio que encumbra el primer plano de conflictos: escasez/abundancia, mundo real/mundo anhelado (o imaginado). Entre colillas, escombros y ratones se incuba la capacidad imaginativa de esas tres mentes. La precariedad material engendra la abundancia ficcional (deseada): ron Bacardí, y el deleite de las letras de las canciones de Benny Moré y Celia Cruz. La ritualidad que se advierte en el «encierro consciente» de los tres personajes difiere del de Mar nuestro en tanto que mientras Varilla, la Reina y el Bárbaro habitan el bar como espacio único de realización posible, en aquella los personajes se hallan presos de la problemática circunstancia del agua por todas partes.

La Reina entra. Anda de incógnito. Llegó por un punto de la costa norte que yo tampoco tengo por qué revelar aquí. El Bárbaro dirige una y otra vez su orquesta. Varilla calcula mentalmente cuánto ha de medir el toldo a rayas hasta la acera, para que los clientes no se mojen. El delirio como acto de simulación, hecho catártico y liberador, se dibuja como la válvula de presión de los personajes que vienen «de abajo» –como Averrara en El banquete…– y «los de abajo» –al decir del Bárbaro y con perdón de Mariano Azuela–, no tienen color. El problema de los negros aquí trasciende el mero conflicto racial. Es un problema socioeconómico. Cuando el Bárbaro y Varilla discuten sobre si los negros entrarán en el bar o no, este apunta: «los negros no tienen dinero». Sin embargo, el portero será negro, vestido de rojo y con guantes blancos. El «ser de abajo» no sólo presupone el origen humilde sino que compromete la visión de la realidad desde la base del prisma.

El enfrentamiento entre el Bárbaro y la Reina se sucede en una multiplicidad de planos enriquecedora: de género (hombre-mujer), religiosos (eclecticismo religioso-católica apostólica romana), proxémico (de aquí-de allá), de interacción social (popular-relativo elitismo), y las respectivas gradaciones de sus megalomanías (afectada por el alcoholismo y por el delirio de persecución, respectivamente), abriendo paso a sistemáticas negaciones identitarias mutuas. Cada uno dice ser quien es, pero se muestran intolerantes a reconocer la supuesta identidad del otro. La reiteración de ideas-obsesiones de cada personaje (el toldo, el portero negro vestido de rojo con guantes blancos, la llegada de incógnito, el muerto-vivo, el bar de Alipio) junto al repiquetear lingüístico de los adverbios de lugar «aquí», «allá», «afuera», «adentro», textualizan los rasgos de locura.

Las fronteras entre ilusión, deseo y realidad desaparecen cuando se ilumina el cartel del Varillas’ Bar y la fabulación llega a su punto más álgido. El escenario se cubre de azul. Se oyen murmullos y los contraluces dibujan, creando una suerte de cuadro en sombras, la atmósfera de ensueño en la que tiene lugar el feliz diálogo entre el Bárbaro y la Reina. Y se reconocen, se cantan, se complementan.

Teatro de la Luna sigue manteniendo, afortunadamente, un elenco de lujo en plenitud de sus facultades interpretativas. Es evidente la minuciosa labor sobre el material iconográfico, biográfico, cinematográfico, psicolingüístico y musical del Benny y Celia Cruz emprendida por el colectivo para el trabajo de caracterización, encaminado a rescatar el lado más humano de esas figuras, huyendo de estereotipos y epidérmicas aproximaciones. La labor más difícil, sin dudas, debió acometerse con el personaje de Varilla, del que –en comparación con los otros dos– se conservan muchísimas menos fuentes.

Amarilys Núñez inicia el espectáculo con una invocación ritual. Solicita el beneplácito de los cinco (los rumberos famosos), de aquellos a quienes van a «encarnar» sobre las tablas, sin olvidar al que un día concibió este texto: Alberto Pedro. Se reconoce mujer, se toca los senos –¿los sibilinos senos de Clitemnestra Pla?– y es entonces que, incorporando el raído smoking negro y una gorra con la visera al revés, asume su Varilla. Arma su desplazamiento escénico en correspondencia con las letanías de su personaje. El carácter obsesivo-compulsivo del «cantinero de lujo» lo hace entablar una insistente relación de interdependencia con las botellas. Las limpia, las organiza, las cuelga, las reacomoda, las guarda. Ellas son para Varilla lo que los muñecos de la familia Garrigó para Orestes o los dados de acrílico con que Santa Cecilia armaba el rompecabezas de su memoria: ejecución escénica de la necesidad de los personajes por aferrarse a la materialidad más cercana para escapar al vórtice de la adversidad que los rodea. Es mejor aliarse con los objetos que tenerlos también en contra. «¡Ah, Orestes, los objetos…! Jamás te enfrentes con ellos. Cuando los objetos se oponen a los humanos, son más feroces que los mismos humanos.»

Desde una cuidada interiorización de los móviles de su personaje, Amarilys hace visible la contradicción que Varilla posee sobre cómo hacer para satisfacer los anhelos de cada uno, para que el bar sea, a la vez, real y clandestino, de etiqueta y accesible, exclusivo y para el pueblo. Sus dotes de gran actriz llegan a momentos de nítido virtuosismo, como cuando acomete el pequeño monólogo en que le obsequia los zapatos a la Reina. El cuerpo de la actriz se segmenta contraponiendo el discurso textual y el corporal en una cadena de acciones de atractivo contraste visual.

Mario Guerra interpreta al Bárbaro desde una óptica en que sinceridad y actitud distanciada se alternan de forma enriquecedora. Si en los repetidos «Yo sí soy yo» la necesidad de identificación es perentoria, sus «¿Cómo me quedó? Varilla, ¿cómo me quedó?» concretizan ese extrañamiento del personaje en medio de un contexto donde imitación y aceptación (del referente imitado) varían sistemáticamente el peso del juego de representaciones.

Mario concibe a su personaje desde una «musicalidad» a ultranza que va más allá de la maestría con que hilvana la gestualidad y el peculiar sello con que el Benny interpretaba sus canciones. El actor percute sobre su cuerpo, toca el piano –«El Bárbaro no tocaba el piano», dirá la Reina, apreciación que apuntala la sistemática alternancia antes referida– y rescata para sí un acervo de poses y maneras de fuerte raigambre popular que contrastará con el «esplendor» venido a menos de la Reina.

La locura del Bárbaro se agrava por el alcoholismo. Cada trago de ron que se da es un paso más hacia la tumba. «Y no hay que terminar por gusto en el cementerio.» Por eso, ante los augurios de la Reina, chilla como un animal sacrificado, acción en la que quiero reconocer un ejercicio de memoria emotiva –sin el tufo académico que posee la frase entre nosotros– donde no sólo leo el dolor de la premonición en el actor por el final del personaje, sino también por el de su autor.

Este intérprete protagoniza uno de los momentos más nostálgicos de la puesta en escena cuando el Bárbaro, luego de haber huido de las «profecías» sobre él y la bebida que lanzara la Reina, entra entonando Camarera, camarera… tú eres la camarera de mi amor. Mientras canta, parece escurrirse del escenario, mecanismo de evasión de esa realidad que se vuelve tan turbia como la propia realidad.

Laura de la Uz personifica una Reina donde el bordado de la caracterización raya en la excelencia. La actriz, retirada ella misma por casi ocho años en Chile, revela una gama de movimientos y actitudes que denota sus miedos y temores, sus sobresaltos por estar «aquí» aunque tenga que andar escondiéndose para que no se enteren «los de allá», con un sentido de pertenencia por ese «aquí» tanto o más lícito que el del Bárbaro. Quizás la patria sea, como ha dicho alguien, la que se construye aquí, día a día. Al menos, eso le increpa Varilla. Pero, para la Reina, también es patria ese ir quedándose en cada huella de uno que subsiste detrás.
En sarcástica contradicción frente al delirio de persecución que padece, la Reina establece una relación simbiótica con su vestuario. El sobretodo es suficientemente elocuente: dos retratos de Celia Cruz, uno a cada lado, rosarios que cuelgan y una Virgen de la Caridad estampada, casi del tamaño de su espalda. De ese modo podrá pasar por cualquier cosa, pero no desapercibida. En el fondo hasta quizás le guste que la vean así, que la asocien a… Y lo disfruta.

Asentada sobre una sólida partitura vocal y un impecable trabajo gestual, la actriz transita por disímiles registros, capaces de conmover o hacer reír con el mismo disfrute. La puerilidad de sus contraataques –«Se quedó porque no se fue» o «Esto no es una isla… es un archipiélago»– recuerda la sistemática ruptura piñeriana de lo trágico por lo cómico.

Laura tiene a su cargo uno de los momentos más sublimes del espectáculo. Al sonido de las sirenas el Bárbaro huye y Varilla, con una devoción de chicuelo, se deshace obstinadamente en el sostén de su quimera: «Tenemos un bar… ¡Tenemos un bar!» El escenario se oscurece. Y en un claro de luna afloran los más íntimos recuerdos o anhelos de su personaje. Quiero escaparme con la vieja luna… La Reina viste su bandera. La misma bandera que alumbrara el prólogo de Electra Garrigó mientras se escuchaban, tras las columnas del portal, las notas de la «Guantanamera»; la misma bandera que construyen con su terapia ocupacional los delirantes, rasgando papeles en los que reconocemos «tres franjas azules y dos listas blancas/ el triángulo rojo, la estrella de plata»; la misma bandera que ilustra la portada del catálogo del espectáculo, diseñado por Samuel Riera. La Reina canta… se contonea, el tiempo va congelando sus movimientos cuando entra, de incógnito, la voz de Celia Cruz: Quiero volver a revivir la noche… En momentos como este o en su hilarante interpretación de «Isadora», Laura de la Uz es quien dice ser; o cuando más se le parece. Y a ella ofrendamos los aplausos que no pudimos tener para la Reina.

La propuesta de Raúl Martín sale airosa, entre otras razones –el acoplado trabajo en equipo que un espectáculo como este evidencia, por ejemplo–, porque el nivel de sus actores la sostiene más allá de cualquier diferencia que pueda entablarse con el proceso de concretización escénica del referente textual; porque Amarilys, Mario y Laura la defienden con un horizonte de verdad, autenticidad y compromiso que nos hace pensar en que «cada día que pasa, su banda es más banda». Y ya se sabe: «uno es más auténtico cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí mismo.»

La defensa de la utopía es el único asidero posible. El día llegará en que quiten de allá afuera toda la basura y el escombro y Varilla podrá tener su negocio; el Bárbaro verá entrar al pueblo entero, el blanco junto al chino, junto al mulato, al negro, al jaba’o, al albino y la Reina cantará para un público compuesto por personas de varias partes del mundo: franceses, españoles, americanos, suizos, mexicanos, chicanos… y los de Miami. La cultura se dibuja entonces como zona de diálogo, como elemento mediador entre delirios y miserias, acentuando su ineludible papel en la completa realización del individuo y la necesidad de atesorarla a modo de memoria viva que nos habite. Sacar la victrola para salvarla del derrumbe inevitable podía leerse como una negativa rotunda a abandonar el ideal. Ahora una tímida llama, a punto de apagarse, se resiste bajo los cenitales y queda encendida más allá de los aplausos. Los delirantes seguirán su procesión «de cuerpo en cuerpo», «de cuerpo en cuerpo», «de cuerpo en cuerpo».

Delirio habanero es un punto de llegada. Si La boda sentaba las primeras pautas acerca de un modo muy particular de concebir el trabajo del actor, de intercalar números musicales y donde el grueso de las composiciones escénicas denotaba el apego a lo coreográfico y a una manera muy personal de articular un discurso cromático coherente entre la escenografía, el vestuario y las luces, amén de inaugurar uno de los diálogos más fecundos de nuestra escena con la obra de Virgilio Piñera –diálogo e inquietudes estilísticas que se verificarían también en Electra Garrigó–; si Los siervos acentuaba aún más la preocupación por el estudio del color –que en Seis personajes en busca de un autor se erigiría como recurso para concretizar los juegos entre ficción y realidad, entre personajes y actores– y la concepción del actor-bailarín-cantante –que desde aquí también comenzaba a abrirse hacia una estética del travestismo, recurso generador de interesantes gestaciones entre la máscara y el personaje– consagrada luego por el desempeño histriónico de Grettel Trujillo y, más tarde, de Mario Guerra en El enano en la botella; si Santa Cecilia ya podía leerse como un nostálgico réquiem por el pasado –o un esperanzador preludio para los tiempos futuros, depende desde dónde se mire–, por La Habana que fue y no es, La Habana que se fue, o por su tímida visita a uno de los hitos del imaginario musical cubano, la «Santa Cecilia» de Manuel Corona; Delirio habanero, además de apuntar al reencuentro con la dramaturgia de otro de nuestros imprescindibles autores, es un espectáculo donde las constantes estilísticas de Raúl Martín y Teatro de la Luna se imbrican armónicamente para alcanzar un grado de perfección y destreza sorprendentes donde destaca, sobre todo, la maestría en el montaje y manejo de la emoción del espectador, por cómo lo involucra en el laberinto lúdicro de la representación desde mucho antes de su entrada en la sala y lo incita a atrapar una teatralidad desgarrada por el peso mismo de las heridas que toca.

Y desde esa perspectiva, la puesta en escena de Teatro de la Luna se me revela extrañamente conectada con las búsquedas y hallazgos que, desde el texto y la escena, ratifica el más reciente espectáculo de Teatro Buendía. Desde sus respectivas particularidades, Delirio habanero y Charenton hurgan en una realidad desdibujada y pérfidamente discursiva que obliga a asumir el delirio como ejercicio de exorcismo solapado o lo revierte en cortejo entre el actor y la máscara, enfocando la locura como única manera, camuflada, teatral, de alcanzar y dialogar con un contexto hostil a la vez que legitima el hallazgo de un lugar (la nave clausurada desde 1967 o el húmedo sótano del hospicio) y de un tiempo (la noche bajo la luna, bajo la vieja luna o La Noche en Charenton) para la reconstrucción de la utopía con los trozos esparcidos por la memoria, pareciendo asentir a aquella máxima que Erasmo de Rotterdam lanzara en su Stultitiae laus cuando dictaminó que «no había animal más desgraciado que el hombre, porque todos los demás se reducían a los confines de su naturaleza y sólo el hombre trataba de salirse de los que le imponía su condición».

RAZONES DE UN DELIRIO

Por Osvaldo Cano

Luego de una prolongada ausencia, Teatro de la Luna retorna a la escena. La tropa que dirige Raúl Martín propone en esta ocasión un conocido texto de Alberto Pedro Torriente, Delirio habanero. La pieza, estrenada en 1994 por Teatro Mío, conserva intacta su vigencia y su capacidad de convocatoria; cualidades que puede constatar el espectador que encamine sus pasos hasta la sala Adolfo Llauradó, de la capital.

El texto, capaz de provocarnos numerosas reflexiones, resulta chispeante y lleno de simpatía. El autor reúne en un antiguo y depauperado bar a tres peculiares criaturas. Son ellos tres orates aquejados de una incurable megalomanía. Cada uno cree ser un legendario personaje que, en algún momento, fue su ídolo y su paradigma.

Delirio..., pese a ser una pieza ingeniosa y divertida, incurre en el desliz de reiterar el conflicto fundamental, vuelve sobre él una y otra vez. Esto provoca que se extienda innecesariamente la fábula. Si no languidece es precisamente por el excelente sistema de diálogos, las salidas felices, la cita constante de ídolos populares y, en buena medida, a que —gracias al trenzado musical urdido por el autor— hurga hondo en la sensibilidad del cubano.

Martín lleva a las tablas la pieza con habilidad y destreza. No se trata en esta ocasión de un texto complejo, cuyos vericuetos filosóficos demandan un esfuerzo mayor del espectador. Todo lo que dice Delirio... es bien conocido por los asistentes a la platea. Lo que interesa y divierte es el modo como esto acontece y la manera en que los miembros de Teatro de la Luna lo encaran y llevan a término. La puesta es sencilla, estilizada, rigurosa, precisa. El director optó por cargar la mano en el trabajo de los actores y aderezar al montaje con varios de sus habituales ganchos musicales.

Entre los colaboradores de Martín sobresale Rafael Guzmán, quien se encargó de la banda sonora, los arreglos y la edición. Resulta que, pese a no ser este un drama musical, la música juega un papel importante en la trama. Guzmán supo adecuar los números y fragmentos cantados por los actores a la tesitura de cada intérprete. El propio director diseñó una escenografía que se destaca por la sobriedad y la capacidad para dar soluciones a los problemas que confronta la sala. Al mismo tiempo recreó el ámbito agreste y espectral del ruinoso bar clandestino. El trabajo con el vestuario se cuenta también entre los méritos de Martín, quien estuvo aquí auxiliado por Ángel Madruga. La concepción de atuendos que identifican y singularizan a los tres orates, siguiendo el modelo de sus ídolos, es parte importante de la propuesta visual de Delirio...

El punto fuerte del espectáculo son las actuaciones. Laura de la Uz, Mario Guerra y Amarilys Núñez protagonizan un inteligente y desgarrado duelo. De la Uz le saca mucho partido a un personaje hecho a la medida de sus posibilidades histriónicas. Canta con técnica y sentimiento, y se luce también en los momentos dramáticos. Guerra creó una creíble y gráfica cadena de acciones. Además, es apreciable su aproximación y estudio de referentes reales aquejados por la megalomanía, cosa esta que le rindió muy buenos dividendos. Intensidad dramática y minuciosidad distinguen su faena. Amarilys Núñez afrontó el doble riesgo de asumir a un loco y a un hombre. Pese a las dificultades que este doble desdoblamiento entraña, la actriz salió por la puerta ancha. Minuciosidad y sutileza son constantes en su labor.

La vuelta a la escena de un colectivo tan valioso y apetecido por el público como lo es Teatro de la Luna es una excelente noticia. El hecho de que hayan preferido un texto relativamente reciente de la dramaturgia cubana es un buen augurio. Como en ocasiones anteriores la propuesta de Raúl Martín sobresale por la calidad de las actuaciones, la concepción de una visualidad seductora y un apreciable apego a lo danzario y lo coreográfico. Incluso, mucho más que en otras ocasiones apeló a un despliegue musical que lo acerca a la dinámica del gustado género. Estas son las mejores razones de este inteligente y lúcido delirio.

NOCHES DE DELIRIO

Con un homenaje al dramaturgo Alberto Pedro, Teatro de la Luna confirma su posición de vanguardia en la escena cubana contemporánea
Por Roxana Rodríguez

Juego de simulaciones y alegorías, en una atmósfera que zigzaguea entre la realidad y la ilusión, dan cuerpo a Delirio habanero, la última puesta de Raúl Martín junto a Teatro de la Luna, como homenaje al que fuera su mentor, amigo y autor del texto, el desaparecido dramaturgo Alberto Pedro Torriente.

Teatro de la Luna incursiona en la dramaturgia de Alberto Pedro
Por estos días quienes se acerquen a la sala Adolfo Llauradó, del capitalino Vedado, no desestimarán la suerte de enrolarse en un ritual de exorcismos -caótico en apariencias y absolutamente poético- al que apelan tres alienados mentales para reinventarse un mundo otro, diferente, y evadir todo cuanto quebrante sus fantasías. Cada noche, un local en ruinas de La Habana, pendiente de demoler, es su refugio físico y espiritual para soñar y creerse seres que no son.

Risa y llanto colapsan en soplos apresurados al compás de la música cantada por ellos mismos. En un juego del teatro dentro del teatro, los protagonistas simulan un bar y a la vez, el escenario para actuar ante el público "imaginario" dibujado en sus alucinaciones. Diversidad de símbolos y referentes vinculados con el culto sincrético y los ritmos populares cubanos se entretejen en esta tragicomedia musical, tributo a sonoridades emblemáticas de nuestra nación.

Con la presente propuesta de Delirio habanero, estrenada 12 años atrás por el grupo Teatro Mío que lidera Miriam Lezcano –viuda del dramaturgo-, la compañía Teatro de la Luna reafirma su propósito de asumir la obra de creadores cubanos. Antes, ya había llevado a la escena textos de Abilio Estévez (El enano en la botella y Santa Cecilia) y de Virgilio Piñera (La boda, Electra Garrigó, Los siervos y El álbum).

En esta ocasión, Raúl Martín vuelve a dar pruebas de acierto y acepta el reto de penetrar el discurso dramático del escritor de Manteca, Weekend en Bahía y Desamparado, por solo citar las más significativas.

Por primera vez, Martín logra reunir en un mismo elenco a Amarilys Núñez (Varilla), Laura de la Uz (la Reina) y Mario Guerra (el Bárbaro), quienes realizan un intenso trabajo de investigación sobre las patologías de los pacientes psiquiátricos delirantes, la música cubana y las raíces sincréticas. El apoyo de Bárbara Domínguez como asesora teatral, Esthelierd Marcos, del Pequeño Teatro de La Habana, y Odwen Beovides, de DanzAbierta, en las clases de canto y danza, respectivamente, ayuda al resultado relevante del desempeño actoral, previsible en el desempeño de este director. Es reconocida su capacidad de explotar al máximo las potencialidades del actor durante el proceso de creación.

Amarilys Núñez, Laura de la Uz y Mario Guerra consiguen un desempeño actoral de altura

Destacable resulta la creatividad de las soluciones escénicas. Paradójicamente, Amarilys Núñez interpreta un personaje opuesto a su género, elemento recurrente en Martín y abordado en otros montajes como Los siervos y El álbum. Esos recursos exóticos, además de enriquecer la representación, instan al artista a activar la mayor cantidad posible de resortes expresivos. Por otra parte, Laura de la Uz exhibe un aparato vocal entrenado para el canto y maneja los textos en tonos graves, muy distantes al suyo. Asimismo, y sin caer en términos absolutistas, Mario Guerra, delinea un megalómano alcohólico que frisa en la perfección.

En apenas nueve años de existencia Teatro de la Luna ha ganado importantes lauros y participado en diversos eventos internacionales. Aunque todavía es un proyecto joven en edad, desde hace tiempo compite en las grandes lides del arte dramático de la Isla.

BIENVENIDOS AL VARILLA'S BAR

Por Miguel Gerardo Valdés Pérez

Un tema de frecuente acercamiento, en los últimos veinte años, es el de la pervivencia de las raíces socioculturales en los individuos, con independencia del lugar donde estos hayan decidido establecerse. Muchos creadores de literatura, cine y teatro han tomado como eje dramático la lucha interior de personajes sometidos a los procesos que entraña la ruptura con los códigos, aquellos que han nutrido parte importante de sus vidas y que devienen fuente de conflicto y permanentes razones para las nostalgias y añoranzas.

Quien haya compartido con amigos o antiguos compañeros de profesión que por razones personales lleven largo tiempo fuera del lugar donde nacieron y crecieron, saben que es un daño emocional que difícilmente se supera y que solo encuentra temporal alivio en abrazar, complacer, compartir, con aquellos que le llevan en la piel el salitre del malecón habanero, los olores de la cocina materna, las humedades de la tierra agradecida por la lluvia, o la brisa cómplice de cualquier parque.

No importan los motivos que hayan seducido o presionado a esas personas a intentar romper con lo que bien se sabe nadie puede apartar de sí. Esa constante, a la que tantas veces apelo cuando trato de incursionar en el complejo y peculiar mundo de la representación teatral, sin dudas, es también un factor que decide la asimilación del mensaje que el teatro genera, así como las interrelaciones entre todos los componentes de ese fenómeno artístico y también social, que a su vez es portador de gustos, preferencias y comportamientos de los sujetos que integran la colectividad a la que pertenece.

La Dra. Carolina de la Torre, investigadora a quien he citado en más de una oportunidad dada la frescura al abordar este tema, no ajena a la eclosión y reincidencia argumental del fenómeno en múltiples manifestaciones creativas contemporáneas, ha declarado en el primer párrafo de uno de sus más consultados textos que:

“Para millones de personas «la identidad» es cuestión de vida o muerte. Para los demás, aunque todos no sean conscientes de ello, es uno de los más importantes procesos de construcción de sentido. Para los interesados o enfrascados en las disciplinas humanas, sea cual sea la posición teórica o la aceptación de estos planteamientos, parece ser evidente que el tema de las identidades no solo es uno de los más tratados actualmente en los contextos académicos, profesionales y políticos, sino una cuestión casi insoslayable”.

Quizá sea precisamente el adjetivo “insoslayable” el que haya convencido a Raúl Martín para llevar a escena la pieza teatral Delirio Habanero del creador cubano, tempranamente desaparecido, Alberto Pedro.

Tres personajes centran la trama del espectáculo. Tres personajes, además, que transitan justamente entre el delirio, la veraz coherencia de sus megalomanías y sus irrenunciables identidades. Tres almas, reunidas por azar en un mismo espacio, independientemente, que cada uno tenga sus diferentes motivaciones para coincidir física y temporalmente e intercambiar anécdotas acerca del sentido de sus vidas y de sus respectivos destinos.

De ellos, uno, es la pieza argumental clave que da pie a que los otros dos, figuras emblemáticas de la música cubana, converjan, discrepen, y rebelen los principales pasajes de sus pasadas existencias.

Varilla —según declaran las notas del programa, un cantinero del conocido restaurante habanero La Bodeguita del Medio—, en su improvisado o soñado bar, cada noche aguarda la presencia de Benny Moré y Celia Cruz. Los tres se disputan recuerdos, grandezas y debilidades. En el caso de La Reina, se tornan dolorosas las reflexiones, pues justamente se apela a los sentimientos de desarraigo y apego a una nación que nunca dejó de estar en sus canciones. En el del Bárbaro del Ritmo —potente voz que aun en las viejas grabaciones sin el concurso de los sofisticados recursos tecnológicos continúa conmoviendo hasta lo profundo—, con fidelidad, se evocan, más que se relatan, sus contornos humanos.

Justo es declarar que más allá de lo argumental o textual de la pieza, lo que realmente engrandece a esta puesta en escena de Teatro de La Luna es una paridad de excelencias en cada uno de los protagónicos. Sería difícil al comentarlos darles una prioridad actoral. Por esa razón, se respetará, al mencionarlos, el orden en que aparecen en la escena de la acogedora sala Adolfo Llauradó.

Amarilys Núñez, con su personaje Varilla, alcanza una contundente caracterización, no solo avalada por la limpieza de la cadena de acciones; sino por el acertado empleo de cada parlamento en función de sus transiciones y de las orgánicas y expresivas transformaciones del rostro.

Es Mario Guerra quien reencarna, más que encarna, la legendaria figura del Benny, y para ello se vale de una cuidadosa gestualidad rítmica y una potencialidad escénica que trasciende lo corporal en evidente conjunción con desempeños vocales que transportan al espectador de la realidad observada a las asociaciones imaginativas con el personaje real.

Laura de la Uz al asumir a Celia Cruz enfrentó un reto muy difícil que superó con creces. Además de interpretar canciones en tonos graves y melódicos que provocan especial emoción en el público —Vieja Luna es una de ellas—, le impone tal dosis de credibilidad a sus desplazamientos escénicos y a sus textos que no quedan dudas de la presencia de La Reina en el improvisado bar.

Mención debe otorgársele a los parcos y funcionales elementos escenográficos, sobre todo, a las maletas. Elementos que se transforman y sorprenden dada la creatividad de su juego en escena. Como habrá de suponerse la banda sonora es otro personaje de excelencia.

Representar nuevamente Delirio Habanero, a más de diez años de su estreno, corrobora, tal y como sentencia su texto original, “que hay espíritus que no pueden enterrarse”, de la misma manera que hay presencias que se agigantan en la medida en que su leyenda las tornan indelebles en el imaginario del público que las aplaudió.

Raúl Martín encontró en su Teatro de La Luna la fórmula para regresar a dos gigantes obligatorios en el referente histórico musical cubano. Démosles entonces la bienvenida en el Varilla’s Bar para que continúe la leyenda.

El Teatro de la Luna revivió a Celia Cruz, Benny Moré y Varilla en Casa de Teatro

Por Eva Loynaz

No cabe la más mínima duda (aunque esto no pueda ser corroborado por la mismísima cantante por razones ya conocidas): Celia Cruz jamás imaginó que estaría en cuerpo y alma pisando las tablas de La Habana. Mucho menos, que su reencarnación (creada hace más de una década), su paso espiritual por un bar en ruinas de la tierra a la que nunca regresó, saldría de viaje y anclaría en esta otra isla luego de su muerte.

“Delirio Habanero” logra eso. La puesta cubana, presentada recientemente en Casa de Teatro, hace realidad el sueño de la vieja guarachera. Alberto Pedro (reconocido dramaturgo) dibuja con trazos finos a la mujer que hipnotizó a medio mundo con su “Azúcar”; Raúl Martín coloca personajes en el escenario, se auxilia de un piano destartalado, maneja el tiempo, entradas y salidas, ritmo de las emociones y Laura de la Uz se viste de Celia logrando una caracterización impresionante.

Pero la gran reina cubana (ausente, pero reina igual: exiliada, pero cubana igual) no está sola. La acompañan Benny Moré (El Bárbaro del Ritmo, el hombre que se hizo dueño del corazón de los cubanos) y Varilla, un emblemático cantinero de La Bodeguita del Medio de La Habana de ayer. Ellos tres, o para ser más realistas, tres delirantes y enigmáticos seres que creen ser ellos tres, conviven sacando a flor de piel sus emociones, sus frustraciones, sus vicios, sus plegarias, sus ocultas verdades.

Así transcurre todo. Amarilys Núñez le da a Varilla la dimensión que seguro soñó el propio Alberto Pedro. Se mete en la piel de este loco que pretende ser el famoso cantinero y logra momentos espectaculares con una sincronización perfecta de gestos, diálogos y emociones.

Por su parte, Mario Guerra hace magia con su Benny a tal punto que su actuación se convierte en una puerta a la nostalgia para aquellos que conocieron a fondo a este intérprete imprescindible en la música popular cubana o lo vieron en escena alguna vez, y en un retrato perfecto para los que apenas lo conocen. Adopta las poses, gestos, estilo del cantante. Eso, junto a su magnífico desempeño vocal, nos convierten al Benny de este lunático habanero que habita en este bar olvidado, en una crónica cargada de dulces evocaciones.

Entonces, llega el turno de Laura de la Uz. Aquella chica que impresionó en películas como Hello, Hemingway y Madagascar, se nos revela como actriz madura, impresionante, con una fuerza en escena muy particular y una capacidad perfecta para desdoblarse. Vestirse de Celia Cruz no puede ser una tarea fácil para nadie y mucho menos hacerlo sin caer en caricaturas fáciles y banales. Pero Laura logra darle vida propia, alma, rescatar el carisma de Celia. Laura la salva, salva a la alocada mujer que cree ser la cantante y también a la propia cantante. Su interpretación de algunos de los éxitos de la cubana sorprende a la mayoría.

Y es que sin duda, la gran fuerza de esta puesta está en las actuaciones, en quienes encarnan a estos tres personajes para dejar a flor de piel sus verdades y hasta sus simulaciones.

El Teatro de la Luna, que ha ganado un espacio importante en la historia reciente del teatro cubano, logró con este montaje una excelente crítica en la vecina isla. Aunque el público hubiera agradecido un trabajo de edición mayor en la puesta y sobre todo, en algunos parlamentos del Benny, “Delirio Habanero” se convierte en un agradable canto nostálgico, tan cubano como Celia, Benny y Varilla.

Una esclarecedora obra habanera escrita hace doce años da luces sobre el presente

Por Dino Starcevic

Si hay lugar en el mundo donde es posible tener nostalgia del futuro es en la Cuba de hoy. Tres espacios de tiempo (ayer, hoy, mañana) se mezclan para dar a la nostalgia una dimensión todavía más paradójica: se trata de una nostalgia heredada, como la define con agudeza Raúl Martín, hombre de escena, director del Teatro de La Luna, que protagoniza junto a sus actores uno de los éxitos de taquilla más destacados hoy en Cuba: el montaje de Delirio habanero , del dramaturgo Alberto Pedro (1954-2005).

Una reciente visita a La Habana me permitió entrar en contacto con ese fenómeno de las tablas. En una noche habanera de diciembre, en una vieja casa señorial de El Vedado adaptada para ser sala de teatro, una multitud variopinta se abalanza sobre asientos asignados y no asignados (sillas de plástico puestas en cada espacio disponible).

La obra fue escrita hace doce años pero parece hecha justo para esta coyuntura histórica. No importan los años, porque hace casi medio siglo hay en Cuba una dimensión que vive detenida en un espacio-tiempo que los sarcásticos de Les Luthiers llamarían “añoralgia”, una añoranza teñida de nostalgia en tono de melodrama.

El director de la obra, Raúl Martín, reconoce el fenómeno: “A partir de la descomunal diáspora de los cubanos nos hemos vuelto muy nostálgicos, y los más jóvenes han heredado de los mayores esa nostalgia casi desmedida”.
Y la mejor prueba de lo que dice estaba a dos butacas de la mía en aquel teatro de La Habana: Adrián, de 22 años, estudiante universitario. No conoció esa Cuba de nostalgia, que lo supera por casi tres décadas, pero ha visto la pieza diez veces y la sigue aplaudiendo de pie, como ocurrió con Camagüey entera cuando se presentó allá en su afamado Festival de Teatro.

Escrita en 1994, Delirio habanero se apodera de lo mítico para renacer ahora en manifiesto. En un viejo edificio clausurado desde 1967 tres locos se reúnen noche tras noche a la espera de una supuesta reapertura de un bar fabuloso que cumplirá sus sueños. En su delirio, creen ser quienes piensan: Varilla , emblemático cantinero de La Bodeguita del Medio en La Habana prerrevolucionaria, y las dos grandes leyendas de la música cubana, Benny Moré y Celia Cruz.

Los tres viven su delirio: Varilla obsesionado con ser dueño del lujoso bar, El Bárbaro alucinado de quien se apoderó un espíritu (Moré) y La Reina (Cruz) que cree haber regresado clandestina del exilio por un punto de la costa norte. La obra es el escenario para desatar su locura, en la que se disfrazan las claves para un destino colectivo.

Los personajes viven atrapados en un espacio aparentemente sin salida y en el que dan vueltas de manera obsesiva, algo que de por sí recuerda la condición insular de una Cuba sellada hace décadas. En ese ambiente enajenado, los tres revelan sus angustias, grandezas, pequeñeces, visiones y persecusiones, que al final son las mismas de todos los cubanos.

La obra se afinca fuerte en la tradición cubana, presente en dos ejes-culto: los emblemas de la música cubana, el son, el bolero, la guaracha; y la santería, con Celia, Benny y Varilla vueltos orishas , espíritus que no mueren (la esperanza), que pasan de un cuerpo a otro (tradición). “Hay espíritus que no pueden enterrarse”, grita El Bárbaro en escena, y no hay modo de estar en desacuerdo.

“La música siempre ha sido una vía para expresarnos, pero también para que se expresen nuestros santos, nuestras deidades –como diría un verdadero creyente–; ese es el carácter ritual y religioso que hay en la obra desde el inicio, y es que Benny y Celia contaron sus vidas y sus creencias con música, siempre con música”, asegura Martín.

Cuando salí de Cuba, dejé enterrado mi corazón… El autor, Alberto Pedro Torriente, salió de la Escuela Nacional de Arte de Cuba, sus primeras piezas dramáticas fueron estrenadas por colectivos como Cubana de Acero y el Teatro Político Bertold Brecht, y desarrolló una destacada carrera académica en Dramaturgia e Historia del Teatro y como guionista para la televisión y el cine.

Fue fundador en 1987 (con su esposa Miriam Lezcano, notable directora teatral) del grupo Teatro Mío, y sus obras han sido objeto de montajes en Estados Unidos, Canadá, España, Francia, Colombia, Venezuela y Uruguay, entre ellas Tema para Verónica (1978), Lo que sube (1979), Finita Pantalones (1981), Weekend en Bahía (1987), Pasión Malinche (1989), Desamparado (1991), Mestiza (1992), Manteca (1993), Caballo Negro (1996), Mar nuestro (1997), Paso de dos sobre el muro (1998), Amargo pero vivo (1998), Esperando a Odiseo (2001), El banquete infinito (2003) y Las lágrimas no hacen ruido al caer (2004). Pedro Torriente falleció en La Habana en junio de 2005.

Su Delirio ha sido retomado ahora por el Teatro de La Luna y su fundador, Raúl Martín. Habanero nacido en 1966, es graduado de la Escuela Nacional de Instructores de Teatro en 1987 y director teatral del Instituto Superior de Arte en 1994, mismo año en que Pedro estrenaba la obra.

Es hombre de teatro, sin duda: actor, director, diseñador de vestuario, escenografía y luces, ha impartido talleres de actuación y desarrollado su labor con diversos grupos de teatro y danza. En su currículo figuran 17 puestas en escena, diez coreografías, numerosas giras y más de 30 festivales y eventos tanto en Cuba como en el extranjero.

En 1997 fundó el Teatro de La Luna, una de las agrupaciones punteras de Cuba, y responsable de llevar a las tablas el Delirio que nos ocupa, y con la que se encuentra actualmente de gira en Chile.

“El Teatro de La Luna rápidamente se convirtió en aglutinador de un talento joven de innegable relevancia en el panorama del teatro contemporáneo cubano, y en poco tiempo creamos un numeroso público que nos sigue invariablemente en lo que hacemos”, asegura su director general para explicar el boom gestado por la agrupación.

“Exploramos el camino de lo musical, lo coreográfico y la connotación sicológica de la indumentaria teatral, a través de su color y factura. Tenemos un marcado sentido de la colectividad, pero también un notable desarrollo del proceso de creación de roles por parte de los actores, lo que ha permitido el destaque de figuras cuyo desempeño también sigue nuestro público”, puntualizó.

Late y sigue latiendo, porque mi tierra vida le da… El Teatro de La Luna se ha puesto como meta dar prioridad a la dramaturgia cubana, y en especial a la obra del grande que fue Virgilio Piñera, de quien han montado La boda , Electra Garrigó , Los siervos y El álbum.

Apenas el año pasado, la crítica se llenó de alabanzas al montaje de la obra de Alberto Pedro a manos de Martín y su grupo, desde los sitios web de noticias hasta los diarios oficiales del régimen, Granma y Juventud Rebelde , que hablaban de un inteligente y lúcido delirio, un homenaje potente a la cultura de lo cubano, y un estruendoso éxito basado en un extraordinario texto original.

El diario Juventud Rebelde asegura que “el punto fuerte del espectáculo son las actuaciones (…) el inteligente y desgarrado duelo de Laura de la Uz, Mario Guerra y Amarilys Núñez”, y no hay duda de ello: los tres son la columna vertebral de ese tejido de teatro musical que suena tanto a nostalgia como a provocación política, en el momento histórico que vive Cuba.

Núñez, que da vida al cantinero Varilla en la pieza y nacida en 1968, es una de las actrices más reconocidas en Cuba, cuya carrera incluye teatro, cine y sobre todo televisión. El rostro de Laura de la Uz (nacida en 1970 y que encarna en la obra a La Reina) es quizás el más conocido fuera de Cuba, por su trabajo en películas como Hello, Hemingway , Historia de un amor adolescente o Madagascar.

Entre la vorágine de ambas mujeres está Mario Guerra (en la obra, El Bárbaro ), nacido en 1960, con una extensa carrera teatral, televisiva y en el cine, cuyo más reciente logro fue su participación en la cinta El Benny (2005), biopic sobre Moré aclamado por la crítica internacional y en la que Guerra interpreta a uno de los compañeros del mítico músico cubano.

La evocación de personajes reales en la figura de dementes “son idóneos para aportar el drama y la temática que Alberto Pedro quería poner sobre las tablas: la diáspora cubana, la patria por encima de fronteras, la nostalgia por una Habana pasada… pero a la vez llamar a la reconciliación, hablar de intolerancia, explicarse a través de la universalidad de nuestra música popular”.

Pero llegará el día en que mi mano lo encontrará… Gran parte de la carga emotiva de la obra recae en la fuerza de esa música cubana tan eterna como reveladora. Los actores crean la atmósfera de delirio y nostalgia apoyados en la música del Benny y Celia, no solo como fondo sino como intérpretes: Guerra y De la Uz cantan las piezas emblemáticas de sus personajes con el mismo arte con que actúan sus líneas, reencarnan en escena a El Bárbaro del ritmo (Moré) y a la Reina de la Salsa (Cruz), arrastrando en su locura y música a un público de por sí preparado para lo emocional.

Con ellos, la música se convierte en pelea de titanes (hacia el final, en una escena a contraluz que recuerda las figuras del teatro balinés), en reconciliación de amantes (el dúo ahora imposible entre Moré y Cruz) e incluso en código político para el público cómplice que entiende y aplaude: Laura de la Uz entra a escena en una evocación onírica de los emblemáticos vestidos de cuando Celia era la Guarachera de Cuba , peluca gigantesca y bandera tricolor estampada en el traje para cantar los versos del recordado bolero… “todo volverá con la vieja luna…”

El tema del retorno es uno de los grandes ejes de la obra. Vuelven los mitos montados en la locura de los personajes, y asistimos en escena a una invocación no solo de lo nostálgico que se fue (la referencia mordaz a la época en que el mojito se hacía con ron Bacardí y sabía mejor, o a cuando en Cuba “había” cosecha azucarera), sino a lo que pronto regresará, coyuntura que no puede ser más apropiada. “Cuando abramos otra vez el bar volverán los músicos, volverán los clientes, volverá la fiesta, volverá la alegría”, repica una y otra vez el loco Varilla en su delirio.

La fuerza interna de la obra, dice Martín, nace de los conflictos que plantea, profundamente humanos y tremendamente universales. “Toca las fibras más sensibles de la existencia, nos habla de desencuentros y reencuentros, de delirios llenos de poesía, sueños y utopías en un mundo tan hostil como el se les viene encima a estos seres que protagonizan la historia”.
“En esta “vida real” al loco se le perdona lo que dice, pero en la otra “realidad” que es el teatro el público entra en el juego de interpretación de los locos, y sabe que es la voz del autor, del director, de los actores, que le dicen las mayores verdades, haciéndose los locos”.

Lo dicho, no hay modo de estar en desacuerdo.


DELIRIO HABANERO CALIENTA LAS TABLAS DEL FESTIVAL DE SANTO DOMINGO

Por Vivian Martínez Tabares

 Ya está a las puertas la V edición del Festival Internacional de Teatro de Santo Domingo que, en esta ocasión, bajo la guía del dramaturgo y director quisqueyano Reynaldo Disla, reunirá entre el 9 y el 19 de noviembre una muestra de la escena contemporánea, con énfasis en Latinoamérica y con una nutrida representación cubana, elegida por Disla a partir de su presencia en la Temporada de Teatro Latinoamericano y Caribeño Mayo Teatral 2006, de la que también escogió otras presencias.

Acerca de los objetivos del Festival, los organizadores han declarado: “Nos proponemos, a través de este V Festival Internacional de Teatro, propiciar el intercambio con las corrientes actuales del teatro latinoamericano y caribeño, contribuir a la actualización de los participantes en cuanto a las técnicas y herramientas de expresión dramática, promover el teatro dominicano y cumplir con el derecho de los ciudadanos de nuestros país de presenciar espectáculos teatrales de alta calidad.”

La presencia cubana estará integrada por los colectivos Argos Teatro, con la muy premiada Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, Teatro de las Estaciones, de Matanzas, con La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón, el Teatro Nacional de Guiñol con La República del caballo muerto y Canturía en clave de títeres, interpretada por Armando Morales, Teatro del Caballero con De París un caballero, y la narradora oral Mayra Navarro que lleva dos de sus contadas.

Como una avanzada del Festival, prevista por la Secretaría de Cultura de la media isla caribeña para ir calentando el ambiente teatral de la ciudad, ya está en Santo Domingo los integrantes del Teatro de la Luna quienes, bajo la dirección de Raúl Martín, presentarán al público de la capital tres funciones de "Delirio habanero" en una institución emblemática de la cultura dominicana, Casa de Teatro, conducida desde hace treinta años por el incansable promotor Freddy Ginebra.
Otro Delirio habanero

El segundo montaje entre nosotros de la pieza de Alberto Pedro –el primero, a cargo de Miriam Lezcano con Teatro Mío se estrenó en 1994 con la decisiva participación del autor-- llega a Santo Domingo apenas unos días después del éxito rotundo alcanzado con su participación en el Festival de Teatro de Camagüey, donde recibieron premio de puesta en escena y para el desempeño de sus tres actores Laura de la Uz, Amarilys Núñez y Mario Guerra.

Alberto Pedro Torriente es --aunque desde hace poco más de un año no nos acompañe--, una de las voces más importantes de la dramaturgia cubana contemporánea. Autor de "Weekend en Bahía", "Manteca" y "Delirio habanero", entre casi veinte obras estrenadas dentro y fuera de la Isla, indagó en temas como la identidad, la migración y las fronteras físicas y culturales.

En "Delirio habanero" la trama revela posesión y suplantación, realidad e imaginería, mito e historia, lucidez y locura. Un trío de personajes emblemáticos protagoniza cada noche un encuentro que es fiesta del espíritu y especial realización para cada uno. Son ellos La Reina ?de la Salsa?, una mujer que dice ser Celia Cruz, figura singular, exiliada política en los Estados Unidos desde principios de los años 60; El Bárbaro del Ritmo?, nuestro sonero mayor Benny Moré, mito popular indiscutible, paradigma de la cubanía y muerto en plena fama, en La Habana hace cuarenta años, y Varilla, “el mejor cantinero de lujo que haya conocido la ciudad” para deleite de los asiduos al famoso bar La Bodeguita del Medio.

El delirio es el ámbito voluptuoso y de evocación de La Habana nocturna y bohemia que fue, espacio de lo posible y lo imposible y, sobre todo, pretexto para oficiar un ritual de la memoria y revivir o reinventar hitos y esencias que exaltan la espiritualidad necesaria.

El texto es una rara avis, la acción a ratos parece estancarse, el tono cambia abruptamente y los personajes giran en círculos. El discurso fragmentario deja asomar delirio de grandeza, de persecución, misterio, rivalidades, confluencias y disidencias, pero sobre todo el reconocimiento de la cultura como instancia de afirmación y unidad más allá de fronteras y extraterritorialidades.

Los tres únicos personajes están construidos en una dimensión dual y ambigua, de transfiguración y cuestionamiento del otro, que propicia una reflexión en torno al sentido de la identidad --"¡Yo sí soy yo! ¡Yo sí soy yo!", se ripostan uno al otro Celia y Bartolo--, y potencia un juego de alternancia actoral lleno de posibilidades. La Señora y el Bárbaro son y no son quienes dicen ser, Varilla oscila oportunista entre afirmaciones nacionalistas, racistas o igualitarias, la banda gigante del Benny con sus trompetas y metales es sólo un sueño tras las luces de colores, el Varilla´s Bar no pasa de ser una quimera entre viejas tablas, polvo y ratones del local clausurado, pero la música cubana está viva.

Si la acción escénica está vista desde un tiempo impreciso, la recepción del espectador –tanto en 1994 como hoy-- la concreta desde la perspectiva de estos años, primero en las extremadamente difíciles circunstancias que vivió Cuba en los años 90, en las cuales la aparentemente frívola añoranza de bares y vida alegre, metaforizaba además otras ansias y aspiraciones del hombre común. Desde necesidades acuciantes de la inmediatez material hasta un amplísimo espectro de sueños truncos, padecidos por los avatares de la historia, que hereda de la condición colonial y neocolonial el brutal hostigamiento del Imperio frente a la defensa de la soberanía nacional. Entonces y ahora aflora también la lucha por la sobrevivencia de un proyecto de justicia social y la nostalgia por la música cubana toda –que simbolizan como emblemas Celia y el Benny--, defensora de un clima de comprensión más allá de diferencias políticas.

Los personajes marcan fronteras físicas para defender su espacio utópico, su refugio de la cotidianidad y lugar de ensueño y encuentro efímero que les permite realizarse más allá de la muerte de uno y de la lejanía real –y luego muerte-- de la otra. Ante la insistencia del Bárbaro en que el supuesto bar va a ser destruido, Varilla responderá ciego y sordo a la crudeza de la realidad y las escisiones históricas por razones de la política y la ideología: "Lo que pasa allá afuera no nos importa. No quiero oír hablar más de hambre, ni de derrumbe --[también alude muros, sistemas]-- ni de desgracia. Tenemos un bar. Tú eres tú, yo soy yo y ella es ella. Tenemos un bar." Porque el bar es aquí --como el puerco en Manteca-- una suerte de utopía compartida a la que los personajes se aferran, para proponer --como en aquella-- una suerte de salida a la crisis a partir de iniciativas y esfuerzos personales.

La angustia existencial y el vértigo que causa en el ser humano la pérdida de la utopía, del rumbo hacia la búsqueda de la realización plena, y la defensa de una utopía a veces compartida y otras veces personal, abstracta o imaginada, es el gran tema de Alberto Pedro. Esta búsqueda anima lo más terrenal pero también lo más evanescente del Bárbaro, la Señora y Varilla.

Al final, el autor subvierte, recontextualiza o relativiza signos conocidos de la dramaturgia cubana precedente: esta vez el anuncio de demolición con los faros de los camiones y el sonido de los buldózer no sólo será señal de la irrupción del mundo nuevo; para los de afuera será la vía salvadora y el medio de acabar con el barrio insalubre; para los tres pobres seres en su encierro será el peligro que se cierne sobre la llama del espíritu que anima noche a noche sus fantasías.

El autor polemiza, provoca reflexiones y no ofrece puntos de vista concluyentes. Su mirada enfoca el desencanto común a estos tiempos pero defiende y afirma --con la conocida vocación popular del cantante-- las conquistas sociales del proceso revolucionario.

Si la puesta inicial de Miriam Lezcano y Teatro Mío se movía en un margen de ambigüedad, según el cual los personajes eran y no eran El Bárbaro, La Reina y Varilla --por obra de la ficción los hacía revivir y unirse o ser “encarnaciones” en cuerpos de admiradores o fanáticos--, en notables actuaciones de Jorge Cao –luego Bárbaro Marín-- Zoa Fernández y Michaelis Cué; la propuesta de Raúl Marín –muerta Celia e historizadas algunas circunstancias socioeconómicas-- define claramente a los personajes como extraviados, que padecen distintos tipos de delirios, a partir de investigaciones en el terreno de la psiquiatría que realizó cada uno y que se traducen en comportamientos de expresiva performatividad. Seguras en organicidad y proyección resultan las apropiaciones de Mario Guerra, Laura de la Uz y Amarilys Núñez.

Mario Guerra proyecta su muerto vivo desde la memoria de quien fuera notable músico, carismático artista e ídolo de multitudes, se apropia de su gestualidad, fijada para la posteridad en quinescopios que le muestran en pleno al frente de su banda, y le incorpora una dolida vida interior, el desasosiego de quien ya no puede alcanzar la plenitud. Laura de la Uz exhibe un insospechado y exuberante histrionismo, se muestra simpática o zafia para perfilar las transiciones de su personaje, disparatado y tierno a un tiempo. Y Amarilys Núñez, como Varilla, sabe enaltecer a su barman, angustiado artífice de la quimera que reúne a sus admiradas estrellas, un personaje menos agraciado y sin el referente glamoroso de los otros, que la actriz llena de vida.

Ambos montajes reforzaron el rico juego entre líneas que apunta el texto y que en escena se completó por el público con su actitud cómplice, a pesar de que nunca se viola la cuarta pared. Alusiones en lenguaje directo o irónico a manifestaciones de la realidad que comportan contradicciones y conflictos --"Hace cinco años que tengo los mismos zapatos" o "Esa señora no puede ser ella, porque le falta sabor y porque ella no puede estar aquí"--, completaron su propósito de incitación a la polémica con las reacciones activas del espectador.

Los huecos aparentes en la composición, deliberados "pasajes en proceso" del modo de escritura del dramaturgo, se resuelven en ambas representaciones con hallazgos proxémicos y gestuales. Los actores que asumen al Benny incorporan gestos propios y vestuario caracterizador: sombrero de jipijapa, bastón e impecable traje blanco de larguísimo saco y pantalones de batahola, pero sobre todo una actitud que revela el carácter díscolo y genial del músico. Celia Cruz anda de incógnito, ha desembarcado directamente de los Estados Unidos "guiada por la mismísima Virgen de la Caridad hasta un punto de la costa norte" que no tiene por qué revelar. Su atuendo es el de una vedette de pacotilla, --la "rumbera mala" del Rumba Palace, como la califica Bartolo--, explosiva en colorido visual y choteo, rebosantes de histrionismo y cubanía.

Delirio habanero es afirmación y fuga, viaje mítico de la cultura que se despliega en nuevos espacios y pasa por encima del tiempo, defensa de la identidad como un proceso en reformulación permanente, móvil y dialéctico. La reconstrucción de los mitos confirma la observación de Arcadio Díaz Quiñones cuando apunta que “es posible guarecerse en lugares frágiles y hacerlos habitables, mientras estén cargados de recuerdos que hagan posible tejer constantemente lo nuevo.”

Antes Teatro Mío –que recorrió con Delirio… escenarios de Cuba, España, Venezuela, Colombia y México-- y ahora Teatro de la Luna, --que ya ha cumplido en la Sala Adolfo Llauradó una temporada de treinta funciones a teatro lleno-- proponen un debate sociocultural que confirma la confianza en el teatro como instancia de autorreconocimiento e incidencia transformadora de los conflictos del hombre contemporáneo. La presencia en la capital dominicana será su primera prueba de fuego con otros públicos.

DELIRIO HABANERO: CLARIDAD Y DESVARIO...

Por Karina Pino Gallardo

A cuarenta y tres años de la muerte de Benny Moré, el músico insigne de nuestros ritmos populares, y a tres del fallecimiento de Celia Cruz, icono de la rumba y la guaracha en Cuba, se vuelve a poner sobre la escena la tragicomedia musical Delirio Habanero. Alberto Pedro Torriente la escribe en 1994, año en que Teatro Mío la estrena bajo la dirección de Miriam Lezcano. Doce años después su texto sirve de inspiración a Raúl Martín y a su grupo Teatro de la Luna.

La propuesta del autor nace del rito, acude al rito, se debe a él. Tres seres coinciden cada noche en un espacio olvidado de la Habana de los noventa. El sitio se redimensiona en tanto acoge una triada de locos que construye su identidad tomando las referencias de Benny Moré, Celia Cruz y Varilla, legendario cantinero de la Bodeguita del Medio. La confluencia de estos seres provoca una situación de desborde onírico y, a la vez, de crudo rejuego con una realidad ríspida que ellos prefieren evadir: la realidad histórica, la social, la caótica, metaforizada en el estado de locura. El local (un bar clausurado desde finales de los sesenta) hace de madriguera, de cobija para un encuentro íntimo, necesario para la mitigación del ahogo, pero se convierte simultáneamente en el punto del cual parten sus espíritus de tormento, desbocados y expandidos siempre hacia afuera. Lugar de confesiones y también suerte de escenario, catapulta tres tendencias diversas al brillo, al protagonismo. Siempre de noche se conforma el encuentro, por aquello de que en la nocturnidad las cosas se ocultan mejor, siempre despacio y cautelosamente se ha de entrar al lugar que los propios personajes, bajo los nombres de Varilla, El Bárbaro y La Reina, han denominado Varilla’s Bar. Para entrar se exige una contraseña, para cuidar el lugar hay que callar su existencia. Nadie conoce lo que allí se oficia. El rito mantiene su sagrada naturaleza desde la ocultación. A partir de esta pauta comienza a perfilarse un juego con el anonimato que no se detendrá, dado específicamente por los constantes regresos de los personajes a su contradicción más aguda: la añoranza. Bien lo dice la Reina: Y eso que por lo menos yo ando de incógnito. Tengo que andar así, disfrazada, para que no me reconozcan. Bien lo dice el Bárbaro: El cementerio es mi casa, señora. Yo soy un muerto vivo. Bien lo dice Varilla: Pero tú sabes que la entrada es por allá atrás. Este es un lugar secreto.

Un manejo de identidades dobles se teje a partir de la necesidad de huir, de protegerse, que tienen estas criaturas enfermas y que espiritualizan un contexto histórico bien difícil. Afirman entonces el ensueño en tanto niegan la realidad más carnal que está aconteciendo, prefieren un pasado edulcorado, pero no lo hacen impulsados por la inconsciencia. Desde las mismas didascalias, el autor aclara que el tiempo corresponde a los años noventa habaneros y que los personajes no son los seres legendarios que dicen ser, sino otros, alejados en época y que el transcurso de la obra devela como orates alucinados. Mas, ¿dónde se marca la diferencia entre El Bárbaro y el Benny, la Reina y Celia Cruz, Varilla el que delira y aquel que hizo leyenda con sus tragos en La Habana Vieja? Pues, a decir de estudiosos, la obra se mantiene inconclusa, sin albergar un total desarrollo de las contraposiciones ser-no ser de cada cual y del enfrentamiento polar de cada uno con el otro, sobre todo de La Reina con El Bárbaro. El límite ciertamente se difumina, pero existe y aflora en los encontronazos. Sin embargo, para la verdadera consolidación de la obra es necesario el elemento onírico y ambivalente. El Bárbaro parece ser, pero no es ni será jamás Benny Moré. Lo mismo ocurre con los otros. Esta es la contraposición imprescindible en Delirio… Por otro lado, el sentido de las relaciones realidad-invención está, más que en el hallazgo de una personalidad genuina para cada uno, en la imbricación de un ser con otro, en el contrapunteo incisivo que se da al producirse el choque. Varilla, al respecto, pregunta continuamente: ¿Qué pasa aquí hoy? advirtiendo en el encuentro de sus dos compañeros el desequilibrio del universo creado, la llegada del caos destructor de su realidad otra, que es la más preciada. El Bárbaro y La Reina, desde su miticidad y su grandeza, se asumen extremos polares. Ella, llegada del exilio, ha venido por agua para no ser reconocida y anda de incógnito después de casi 35 años de ausencia. Él, muerto en Cuba, visiona multitudes, sueña con cantarle al pueblo, salir a la calle, ser reconocido. Ella se ve al margen de la vida bohemia: No soy farandulera. Soy mujer de un solo hombre, una mujer de su casa, y en la vida real, me gusta tomarme mi café con leche y acostarme temprano. Ni ando de bar en bar, ni bebo alcohol. Él pervive por su displicencia: Yo también sé lo que es no tener un centavo, andar de bar en bar con la guitarra. Eso no me preocupa. ¿Tienes un cigarrito por ahí? Una actitud ética opuesta, un concepto divergente de lo que es o puede ser la felicidad, los separa, además de la acción decisiva supuesta por el irse o el quedarse en un país que es de ambos. Varilla descubre en la música un punto significativo para unirlos, retomado una y otra vez por su imaginería, gracias al cual la historia encuentra zonas de distensión y equilibrio: Lo que tienen que hacer es ponerse de acuerdo. Él es el mejor y tú eres la mejor. Si logro lo que quiero con ustedes dos, en quince días el bar se hace famoso. A medida que se acerca el final de la obra, los personajes pierden su centro, su seguridad, gracias al choque. La mirada del otro los desarma, provocando una agresión recíproca que da pie al agudo reconocimiento del desvarío. Los personajes saben quiénes son, y más aún conocen quién es el otro, sin embargo, necesitan reconocerse en un plano aparencial, asumiendo su doblez con una conciencia extraordinaria.

Si fuéramos a preguntarnos por qué Alberto Pedro toma como referencia al Benny, a Celia, a Varilla, nos encontraríamos con la necesidad imperiosa de asideros espirituales en medio de un contexto ideoeconómico en crisis. Osado, en uno de los años más caóticos dentro del llamado período especial, el autor decide concretar desde la creación un encuentro entre zonas dispersas, proscritas, de la cultura nacional. El barman personaliza La Habana bohemia, llena de luminarias, clubes y bares, La Habana de seudorrepública, con su vivacidad ebria y trasnochadora. El Benny trae la imagen del populacho pero en su sentido menos burdo, la cubanía auténticamente construida, el desborde de genialidad por vía de lo sencillo y de lo asequible. Celia Cruz se toma no sólo por representar a un alto nivel la mejor tradición musical del país, sino por haberlo hecho desde el exilio. Así quedan aunadas so pretexto teatral, algunas de las más puras formas de expresión idiosincrásicas: la música, la nostalgia, el trago -Ron Bacardí-, la distancia. A sabiendas de una crisis de valores el autor crea seres irracionales, cuya locura los lleva a un punto de esplendidez a partir del cual abandonan su medio hostil para entregarse a la plenitud de experiencias inventadas. La orquesta que nadie oye sólo la dirige El Bárbaro, la siente él; La Reina improvisa su historia desde una llegada incógnita por un punto de la Costa Norte que no tiene por qué revelar. Varilla prepara sus tragos con esmero cual complejos preparados a base de ron Bacardí, cuando no es más que alcohol de quinta. Por eso, tras el mundo fascinante en que los personajes se mueven, subyace como elemento impulsor la frustración, determinada por una abierta necesidad de rescate y vuelta a lo que en verdad pertenece e identifica. La interpolación de temas medulares del repertorio de estos dos intérpretes es constante, usado también para marcar el dolor, la ausencia y el desamparo no sólo de las leyendas que el Bárbaro, la Reina y Varilla encarnan, y que encontraron olvidadas en la crisis del 94, sino de los propios personajes en delirio. Digo frustración porque el universo de sentidos que han cimentado está condenado a desaparecer desde el principio. En voz del Bárbaro y La Reina se escucha el dichoso mal agüero -van a demoler- que Varilla no quiere aceptar. Así se cierra el juego de enfrentamiento-evasión caro a cada personaje, se llega al imperfecto simulacro. Por otro lado, el hecho de la confluencia en un solo espacio es paradójico. El autor, ciertamente, les ofrece un lugar que es sólo de ellos, y que modifican al antojo de sus mentes enfermas, pero no hay que olvidar que es un sitio de encierro, donde están presos en sus propias alucinaciones y lejos del cual extravían su grandeza. Se encuentran en él porque es el recurso último, más que por una elección voluntaria. Los personajes, mientras crean, están huyendo, mientras se liberan, están presos. Es, por tanto, la situación límite la que articula el argumento, siempre presta a decantar en una explosión definitiva que llega con el derrumbe. No obstante, aún entre la demolición, surge algún elemento que soporta la irrealidad y otorga todavía el sentido utópico a la acción destructiva. Es el caso de la victrola, simbólico resto del pasado que inexplicablemente comienza a sonar en medio del caos. La voz de Benny Moré en su popular tema a los rumberos famosos proyecta la salvación última, potenciando una salida al ahogo, definiendo la supervivencia del elemento cultural. Así concluye el ritual de evocación que el dramaturgo crea. Así se nos da una de las metáforas del ser cubano de hace doce años y también de ahora: el hombre marcado por la carencia, el dolor y la gloria.
El Bar de Varilla.

La sala Adolfo Llauradó abre sus puertas al estilo de un auténtico bar de lujo. Un portero negro, vestido de rojo con guantes blancos, le da la bienvenida al público, tal como Varilla deseó. Es el encuentro primero entre el espectador y la representación, cuyos límites traspasan el edificio teatral. A partir de los anhelos del barman se diseñan los umbrales del teatro: en pequeños bares, camareros preparan el cubanísimo mojito y lo ofrecen al público, al tiempo que pueden percibirse a manera de propaganda de mediados de siglo pasado, posters inmensos con seres difuminados, que firman como El Bárbaro, La Reina, Varilla. En el acto de contemplar, de tomar el programa de mano que el portero ofrece y dar las gracias por su cortesía, de beber el trago -el ron -, se fija directamente la introducción del espectador al espectáculo. La música popular cubana de los años cincuenta urde el otro lazo que acerca la escena al público, otro elemento que en la puesta se hace reiteración, motivo. Luego, resulta familiar el conjunto escenográfico: un piano desvencijado, una maleta raída y tres banquetas de cantina. La música, la partida (o el regreso), el trago. Sobre ellos se cierne, a decir del autor, la pátina del tiempo. Desde el tratamiento consciente de la vejez, dado en texturas y tonalidades que simulan el polvo, el detenimiento de los años en un lugar olvidado, se crea el ámbito de deterioro. La apariencia es la de un sitio fenecido, pero otrora luminoso. De forma y carácter ritual, la representación invoca. Una actriz sale a escena y ejecuta el acto primero de todo el espectáculo: prender la vela. El rezo articula los nombres sagrados: Lilón, Mulense, Malanga, Palito, Chano Pozo, Varilla, El Bárbaro, la Reina, Alberto Pedro. Oración de dos significados, estrechamente imbricados: el respeto y la invocación a seres muertos, en vida ilustres indicadores de la calidad y riqueza de la música cubana (los cinco rumberos famosos) y el llamado místico a personajes de ficción antes de ser encarnados cual buenos egrégores (los tres personajes de Delirio Habanero). Mencionar al autor de la obra redondea la ceremonia, en tanto posibilita la extraordinaria relación irrealidad-realidad, muerte-vida, ausencia-presencia que estructura la obra y que hoy, muerto él, asume también al ser nombrado.

Amarilys Núñez, actriz y oficiante, encarna a Varilla desde una indiscutible experiencia en la escena y un depurado dominio del gesto y la dicción. El artificio en la intención la aleja del coloquialismo corriente y le otorga una espontánea grandilocuencia expresiva. Varilla fija con la maleta, su accesorio, un objetivo escénico: crear su bar. El trabajo con las botellas que saca de la maleta y que están llenas, a su decir, de Ron Bacardí, definen la razón de ser del personaje, su más cara obsesión. Las limpia con cuidado, las manipula hábilmente, las abre y las cierra una y otra vez como si oficiara alguna ceremonia. Y en medio de su ensoñación ha de defender otro objeto fundamental: el de sostener. Varilla no es un personaje diseñado para el brillo. A diferencia de La Reina y El Bárbaro, no canta, no baila, su vida no existe en los escenarios. Por tanto, la obra no le ofrece un protagonismo a base de despliegues espectaculares, sino por su acción mediadora, menos dada al enfrentamiento. Amarilys Núñez, no obstante, saca a su personaje de la penumbra, le concede el fulgor mediante la simpatía que sabe hallar en su trágica situación. A través de una pluralidad de matices que recoge, además de la tolerancia ante el conflicto, la burla, la violencia, la euforia, el desatino, la tristeza, el personaje se depura y crece. Siempre en escena (primero en llegar, último en abandonarla), funge de público a las actuaciones de sus visitantes; cuando las viabiliza, se complace, las admira, y en la complacencia sitúa su más activa función. Varilla se aparta, se conmueve ante el talento, pero jamás se le encuentra ensombrecido.

La Reina y El Bárbaro sitúan sus caracterizaciones sobre una febril actividad. Ninguno hace la contraseña necesaria para entrar al recinto, cada uno llega a él huyendo del otro, y al encontrarse, establecen una lucha agresiva y mordaz, una competencia ambientada espléndidamente por la música, el canto y el baile. A partir de este punto, el trabajo de Mario Guerra y Laura de la Uz (El Bárbaro y La Reina) adquiere un sentido espectacular. El actor toma directamente del Benny el timbre claro, los pasos sueltos a la hora de cantar, la amplitud del movimiento. Sin embargo, no es el personaje una seca imitación. El Bárbaro se disecciona: a un tiempo es el Benny, a un tiempo, el loco que alucina. En un trabajo de altísima densidad, Mario busca la esencia del enfermo, del irracional, revelada a través de la personalidad del gran músico. Lleno de tics, de movimientos ansiosos, de diálogos consigo mismo, el personaje pauta una suerte de desesperación. En los momentos del canto el actor abandona los desvaríos y se muestra dueño de la escena al estilo de Benny Moré, asumiendo con una sorprendente fidelidad su afinación y sus famosos ademanes para dirigir la orquesta. Asimismo, la maestría del intérprete se consuma en una escena en solitario en la que, a suerte de maniático, presa del verbo incoherente, de una persecución imaginaria, invoca a los cinco rumberos desde el trance. Alejada de cualquier facilismo, la interpretación se alza veraz, profundamente marcada por una mezcla de impulso y retraimiento, voracidad y mesura.

A diferencia de los otros actores, Laura de la Uz asume un rol que tiene, entre otros, el deliberado fin de divertir. En la irrupción explosiva, en la abierta extravagancia que roza con el ridículo, Laura encuentra la esencia de un personaje lleno de contrastes. Erigida desde una suerte de perspectiva de la vorágine, La Reina se muestra arrolladora, simpática, luminosa, pero inmersa en la paradoja de saberse oculta y clandestina. Dolida por no poder cantar ante el pueblo, enfrentada al Bárbaro porque le ve morir lentamente trago a trago, a Varilla porque su ron no es Bacardí sino alcohol barato, inmersa en la búsqueda desesperada de un buen par de zapatos que no le aprieten los pies, La Reina es un ser sumamente contradictorio. Del rictus exagerado que recuerda a una expresiva Celia Cruz, el comentario incisivo, matizado ingeniosamente, el andar choteado y la mezcla de actitudes pueriles, prepotentes y burlescas, se vale Laura de la Uz para lograr auténtica simpatía. Por otro lado advierte pequeños trances, suerte de regresión a circunstancias hirientes, de descalabros que terminan por descomponer la gracia de su porte y le otorgan el toque de tragicidad. Virtuosa, la actriz realiza uno de estos encuentros ataviada al más despampanante estilo de Celia, e interpreta uno de sus temas. En admirable despliegue de sus capacidades para el canto, la actriz encuentra una tesitura muy cercana a la de Celia, quien luego se escucha para propiciar el dramático y aplastante choque asumido por La Reina con amargo y desconcierto. Vistoso, grácil, despampanante, el personaje está pensado para el fulgor. Así nos lo muestra su intérprete, que se consagra en un trabajo de elevada dimensión, extraordinariamente enriquecido.

No sólo porque la labor actoral tiene una impresionante calidad es que hago particulares consideraciones de los actores, sino porque es Delirio Habanero una obra que, dada la complejidad de sus personajes, fuertemente se sustenta sobre el intérprete. Sin embargo, y muy en particular en el caso de este montaje, la labor histriónica se halla definida por la naturaleza de los ámbitos, es decir, el modo específico en que la atmósfera dramática ha sido pensada. El director concibe su puesta en escena a partir de un sentido espectacular hacia el que guía cada elemento conformador. Delirio Habanero es, sobre todo, un espectáculo, entiéndase la acepción más estricta del término, asociada al esplendor. Y como hilo estético resulta la búsqueda de impecabilidad y redondez cernida sobre el diseño de personajes, de vestuario, de escenografía y luces, incluso de la recontextualización de sentencias que se modifican en concordancia con el tiempo que corre. El uso de canciones inmortalizadas por Benny y Celia Cruz es una suerte de leit motiv que acerca la obra a la mejor tradición de teatro musical conocida en Cuba. La música domina, define y une, y un uso reiterado de ella la manifiesta como una zona de neutralidad, nunca invadida por divergencias ideológicas o culturales. Es el sitio de la verdadera asimilación de tres seres sabidos cubanos, y que allí encuentran una exhuberante salida para sus limitaciones. Asimismo, la luz se yergue como un elemento empático al ámbito artificial, grandiosamente dimensionado. La creativa combinación de los azules para el trance, los blancos sobre todo en situaciones de aplaque que busca Varilla, la semipenumbra para escenas aparentemente mesuradas, halla un profundo sentido caracterizador a partir de la situacionalidad propuesta por los personajes. Hacia el sentido grandioso y trascendente del espectáculo se guía el uso de luces negras que trastocan en siluetas los cuerpos de La Reina y El Bárbaro en movimiento. Al mismo fin el cenital que engrandece la figura de La Reina en su virtuosa interpretación a dúo con Celia, dejando a oscuras la escena, así como el ámbito opaco y ambiguo para el despliegue corporal del Bárbaro mientras guía los compases de su orquesta. La escena aún se magnifica un poco más desde la intermitencia del gran letrero: Varilla's Bar.

Sobre un enconado regodeo en la tragicidad cubana se gesta Delirio Habanero. Visualiza el olvido y la diáspora como dolorosos recodos de nuestra historia y, con ellos, la diseminación cultural. Hoy están muertos Varilla el cantinero de lujo, Celia Cruz La Reina de la Salsa y Benny Moré El Bárbaro del Ritmo. Se cierra el rito para no volverse a oficiar más, dolorosamente demuelen, los tres seres se esfuman al estilo de tres apariciones. Delirio Habanero es también, y sin embargo, el reclamo de perdidas utopías. Un sublime conducto para el reencuentro con lo que constituye heredad y tradición. La necesidad de reconocer nuestro largo desvarío. El hecho sagrado termina al fin, con la vuelta a las invocaciones, con el lento apagón, la vela prendida y la clarísima voz del Benny que sentencia como impulsado por el alma de una multitud: ¡qué sentimiento me da!

UN DELIRIO HABANERO

Por Farah Gómez Fernández

Esta sección ha querido esta vez promocionar una obra que se viene ensayando desde hace algún tiempo y que por motivos de diversa índole no ha podido ser llevada a la escena en esta ocasión. Sin embargo, después de muchos avatares, Raúl Martín con su grupo Teatro de la Luna, ha sabido sobreponerse y finalmente Delirio Habanero del recientemente fallecido dramaturgo Alberto Pedro, llegará a nosotros el 1ro de junio.

Hace unos días nos trasladamos al Cine Pionero, el cual, este grupo ha logrado acondicionar precariamente para sus ensayos.

Detrás de los telones se sienten las voces, el ensayo acaba de comenzar, en la escena: un piano, unas banquetas, una maleta de madera acondicionada como un bar, entre otros pocos detalles. Tres personajes entran y salen de la escena, tres locos, alucinantes; que nos hacen formar parte de su delirio y en un momento dado hasta llegamos a creernos su “verdad” o quizás, tan bien escenificados que nos olvidamos que todo es una locura y nos adentramos en su fantasía. Ya sea como parte de la orquesta del supuesto Benny Moré; como público cómplice de la imaginaria Celia Cruz, que escucha y tararea las canciones cantadas a capella o con background por los actores o como simples asistentes al bar nocturno de Varilla o al Varilla’s Bar, de una Habana siempre soñada y que termina devolviéndonos a la realidad.

Estos complejos personajes que nos harán transportarnos constantemente en el tiempo y en el espacio, están escenificados por Amarilys Núñez (Varilla), Laura de la Uz (La Reina) y Mario Guerra (El Bárbaro).

Además del estreno de la obra, el 4 de junio, se cumple un año del fallecimiento del autor de esta obra. Por ello, el grupo ha querido, de alguna manera, rendirle una especie de homenaje y para esos días se han preparado una serie de sorpresas que el público encontrará al llegar a la sede teatral de 11 entre D y E, la Sala Llauradó. ¡Allí nos vemos!.

CONCIERTO DE ACTORES

El estreno hoy de Delirio habanero potencia las cualidades escénicas y musicales de Teatro de la Luna
Por Antonio Paneque Brizuela

Por las características de Delirio habanero, que se estrena hoy viernes (8:30 p.m.) en la sala Adolfo Llauradó, el propio Raúl Martín, director de la obra y del grupo que la escenifica, Teatro de la Luna, la ha calificado como "concierto de actores", más bien aludiendo a cómo los intérpretes han asumido las situaciones y la música presentes en esta creación del desaparecido Alberto Pedro.

Pieza que acusa la intencionalidad de esta agrupación en cuanto a autores nacionales, especialmente contemporáneos como Virgilio Piñera (Electra Garrigó, La boda) o Abilio Estévez (El enano en la botella), Martín conversa con Granma con la soltura y el desenfado de quien ha escogido nuevamente bien con esta puesta en escena, "que para nosotros significa un homenaje a su autor —el próximo día 4 hará un año de su fallecimiento— y a la música cubana".

Colectivo de experiencia en escenarios de Argentina, Chile, Colombia, Venezuela, y EE.UU. y merecedor de premios nacionales e internacionales, sobre este dueto entre el autor Alberto Pedro, y Martín frente a Teatro de La Luna —grupo de jóvenes aunque experimentados talentos fundado en 1997—, Bárbara Domínguez subraya en el programa de mano que "no es casual". Hace tres años, ambos artistas habían iniciado el abrazo con El banquete Infinito, aún por estrenarse.

Por figurar en su línea las obras musicales, esta les encaja a unos actores que en ella "se confiesan" a través de sus personajes, y brindan su reconocimiento personal a la música cubana, desde la interpretación de figuras históricas de ese género, y también hablan de sueños y evocaciones de lo que ha sido La Habana en distintas épocas.

Las diversas dificultades técnicas facilitan, según Martín, "el lucimiento actoral" de un reparto integrado por Amarilys Núñez (Varilla), Mario Guerra (El Bárbaro) y Laura de la Uz (La Reina), quienes "tienen que cantar y vivir emociones diferentes unas de otras", complementados por la música de Rafael Guzmán; el entrenamiento danzario de Odwen Beovides, las clases de canto de Esthelierd Marcos y la asesoría siquiátrica de Dalia Cañizares.

Los realizadores de Delirio habanero describen la acción de la obra dentro de un antiguo local clausurado desde el año 1967, en el que tres delirantes y enigmáticos seres se reúnen cada noche y creen ser quienes no son. 

DELIRIO CON SABOR A BACARDÍ

Por Norge Espinosa Mendoza

Una famosa actriz cubana de los años 50, Dulce Velazco, hizo famosa por aquellos días una frase que repetía en un popular programa televisivo: “¡Un sucess, ha sido un verdadero sucess!”, decía para alabar algo que la fascinaba. La exclamación se quedó en la memoria de la gente de aquel tiempo, cuando en los bares de La Habana una victrola podía resucitar tantas memorias, con el eco de Blanca Rosa Gil, Olga Guillot, Celeste Mendoza, Las D’Aida, Orlando Vallejo, Benny Moré y Celia Cruz. Dos fantasmas, dos locos que dicen ser nada más y nada menos que esos dos últimos grandísimos cantantes, juegan todas las noches en las ruinas de lo que algún día será el Varilla’s Bar, la barra más universal de una nueva Habana, a reconciliarse y a insistir en que, por encima de la muerte o el exilio, ellos son los que son. Todo esto basta para que Alberto Pedro, en el desasosiego de los años 90, haya desplegado en varios de nuestros escenarios una circunstancia de alta teatralidad, a la que puso un título feliz: Delirio habanero. A una década de su estreno por Teatro Mío, Raúl Martín vuelve sobre la obra para incorporarla al repertorio de Teatro de La Luna. Me dejo llevar por la pasión y digo entonces, con Dulce Velazco: “¡Un sucess, ha sido un verdadero sucess!”

Sobre las cenizas y los escombros una voz puede ser la Gloria. Eso cree Varilla, salvaguarda de los secretos de la vieja coctelería cubana, que sueña con reabrir su bar y atraer a medio mundo (“los negros también”), en un sitio que en verdad está a punto de ser demolido. Pero el confía en que si el Bárbaro y la Reina ajustan sus caracteres y afinan un dúo de lujo, nada será imposible. Raúl Martín ha vuelto a la sala Llauradó, que parece hecha a su medida, y ahí recombina los elementos de esta obra, en un juego de nostalgia y realidad teatral que le devuelve a su grupo el aire de los mejores momentos que ya pudimos aplaudirle. Sin más elementos que los necesarios, trabajando sobre un texto difícil, y confiando en tres actores que muestran diversos estados de plenitud, su Delirio habanero es un homenaje potente a Alberto Pedro y a una cultura de lo cubano, más que a una Cultura Cubana formal, con la que se confabula el público a lo largo de la representación, para acabar en una ovación tan estruendosa como merecida.

El director cierra el escenario para construir ese bar que pronto desaparecerá del todo. Un piano desvencijado, unas banquetas, parecen insuficientes para ganar la atmósfera que quienes conocemos la pieza, esperamos con ansiedad. Pero el golpe de efecto que garantiza el éxito del montaje radica ahí, en el modo tan sutil con que Martín ha distribuido y dosificado los detalles de su puesta, colocándolos en los momentos de espectacularidad más justos y no derrochándolos o agotándolos de inmediato. Los actores se acercan a ese piano, elaboran otros espacios con las banquetas, cuelgan de un aire que es también el polvo y la memoria esas botellas de falso Bacardí; se apropian de la escena para dominarla progresivamente. Y así, la barra portátil de Varilla, la sombrilla escandalosa de la Reina, el bastón mágico del Bárbaro o el lumínico, son con ellos también poderosos valores expresivos. Que la música, la luz, el hermoso diseño de vestuario, completan con seguridad.

Tres actores deben ser, entonces, capaces de reinventarlo todo cada noche. Y lo logran con firmeza. Si Laura de la Uz deslumbra con su voz y su dominio en un personaje tan difícil y múltiple, lo hace no solo porque su versatilidad esté en un punto de esplendidez, sino porque el diálogo con sus colegas le concede gran parte de ese relieve. Su Reina es un ejemplo de profesionalismo, de caracterización ajustada a una situación dramática. Libre de improvisaciones baldías, de rejuegos falsos, ella canta, baila y es una Reina que logra que, en efecto, creamos que ella es quien nos dice. Incluso nosotros, los que nunca vimos a la verdadera Celia Cruz. Mario Guerra trabaja arduamente sobre la locura, extrayendo del desvarío de su personaje una gestualidad y un trabajo vocal de valía que lo acercan al Benny al tiempo que lo distancian, y nos dejan apreciar la seriedad de su desempeño. Solo me gustaría sugerir que intensificara el uso de los silencios, de la locura también expresada como un concepto interior, en un personaje atormentado por sus identidades, pero es un detalle que la temporada podrá pulir. Para Amarilys Núñez tengo el elogio más cálido. Nada me gusta más que sorprenderme ante un actor que logra renovarse y mostrarnos, en la escena, cuántas posibilidades guarda aún bajo la manga. Su Varilla es sentimental y seguro, chaplinesco a ratos pero cubano hasta la médula, y saca de la ambigüedad de su travestismo una condición que lo relaciona de modo singularísimo con el escenario; algo que el director sabe enfatizar, por ejemplo, en el delicioso momento en que el barman cuenta la historia de los zapatos que regalará a la Reina. Los tres intérpretes comparten los mejores momentos del show sin arrebatarse nada los unos a los otros. De la humildad, de la fe y lo mejor del cubano están armadas sus presencias. Eso merece un aplauso que no cabe en esta columna.

Delirio habanero estará en cartelera por todo julio. Una obra que sin concesiones cuenta de nuestras angustias y breves alegrías, y que nos recuerda que la música es, para el Cubano, una forma esencial de la Nostalgia. Créame si le recomiendo no dejar de ir a la Llauradó. A oír temas de siempre como Vieja luna o Dolor y perdón. A tomarse un trago del soñado Bacardí. A creer en el teatro como un delirio que nos anima y ensalza. He ahí el sucess, el verdadero sucess de este montaje.

DELIRIUM

"Tú eres tú y ella es ella"
Por William Ruiz Morales

Fue una noche de premiere de Delirio habanero en el Principal de Camagüey, marcada por la sorpresa de redescubrir el espectáculo en su nuevo ambiente. Los personajes debían habitar otro bar imaginario, otra decadencia, otra erosión. Desde las puestas habaneras se podía descubrir una relación intensa entre el espectáculo y el espacio que lo rodeaba. Raúl Martín decide fragmentar el espacio único de representación y lleva a los de Teatro de La Luna a desarrollar otras áreas de trabajo invadiendo espacios diversos y cambiantes, espacios que en esta relación adquieren visibilidad. Entonces es inevitable que un cambio de ambiente signifique un acto de extrema violencia para la pieza, situación de la que salió airoso el espectáculo, a pesar de la sangre en el camino. Descubrí que el espectáculo basculaba hacia una de las zonas que pasaba casi imperceptible, un cierto carácter bufo de la puesta en escena. Ver a los actores con mayor lejanía, en un escenario que crea ilusión, activó un carácter más epidérmico de la pieza, su posibilidad de ser cuadro interesante por el cuidadoso tratamiento de la composición escénica, teatro de figuras, máscara. A pesar de la pérdida inevitable de un poco de esa densidad que podíamos casi tocar, también se demostró que la calidad de los actores les permitía llenar de energía una sala de dimensiones y formas peligrosas, aún más si pensamos que el espectáculo siempre defendió un carácter íntimo. La razón es simple, estamos en presencia de personajes que existen, que no dependen de ninguna amabilidad: como están, es posible percibirlos de las maneras más extremas, pero siempre percibirlos.

En esta ocasión, para alarma de muchos, la pieza fue entendida de formas diferentes, se levantaron reacciones que convocaban a desconcierto, lecturas del monstruo negro. Una intensidad que provocó que el ritmo se violentara, que se distendieran momentos donde el actor debía suspender el continuo, esperando que concluyera la sorpresa de un efecto nunca antes visto. La avidez se manifestaba en la búsqueda de mínimos fragmentos que fueron creando marcas dentro de la estructura de la pieza, un segundo plano de lectura de marcada banalidad. Pero bueno, esa no es la pieza.

La pieza, escrita por Alberto Pedro, en versión de Raúl Martín, investiga un patetismo desde el florecimiento de lo banal, auténtica tragedia tropical. Es una pieza que descubre el reflejo negro de la luz intensa, el funerario que nos acompaña en una suerte de danza macabra que, como somos, está llena de sensualidad. Es nadar en seco, disfrazarse, ser otro, pero, ¿quién?: angustia que recorre a todo simulador. Este es el punto conmovedor, esa posibilidad de ver una obra que es capaz de notar esa angustia y profundizarla. Sumergirse en la decadencia y crear un mecanismo que lejos de encontrar solución se divierte en su tristeza. Pero sin demasiada fijeza, sin mucho amor por el pathos del héroe, a ritmo de son, no te canto un réquiem. Es el placer encontrado en la carencia, la comedia sacada de la agonía, la aberratio del placer encontrado en la herida. Todo eso me conmueve y más de Delirio habanero.

Teatro de la Luna: entre la razón y el delirio

Por Osvaldo Cano

Resulta infrecuente, en la escena cubana actual, regresar a un texto estrenado con anterioridad. Esta barrera suele tornarse más sólida cuanto mayor haya sido el éxito alcanzado por el espectáculo facturado a partir de él, e incluso robustecerse en correspondencia con la notoriedad de sus hacedores. No obstante, pasando por encima de tales prejuicios, Raúl Martín y Teatro de la Luna han vuelto sobre Delirio habanero. Al retornar a las tablas la pieza de Alberto Pedro – cuyo estreno mundial de la mano de Miriam Lezcano y Teatro Mío tuvo lugar en 1994 – demuestra que mantiene intactas su vigencia y capacidad de convocatoria.

La acción de Delirio… se ubica en La Habana en medio de la aguda crisis económica que asoló la Isla luego del derrumbe del bloque socialista.

Esta suerte de apocalipsis profano le acarreó a los cubanos toda índole de penurias. Las restricciones impuestas desde el exterior se multiplicaron alcanzando a poner en peligro la sobrevivencia del proyecto nacional. Nunca antes la condición insular se puso tan en evidencia como entonces. Tales circunstancias, a la par que impulsaron a unos a la búsqueda de nuevos horizontes, arraigaron en otros el sentimiento de pertenencia. Son estas algunas de las coordenadas que articulan la trama, como también clave imprescindible para penetrar la estructura profunda del texto.

No por casualidad el acontecer discurre en un ámbito depauperado y maloliente, lugar secreto, recinto sitiado e inhóspito que está al borde de ser demolido. Espacio clandestino y paradójico donde se bebe ron (¿Bacardí?) en plena ley seca, en el cual tres orates someten a discusión temas medulares de la política cultural cubana, al tiempo que evaden el hostil presente evocando una ciudad magnificada en medio de la cual serían reyes y reinas de un mundo de ensueño y promisión. Como puede apreciarse, el dramaturgo apuesta con éxito por un clima de identificación y suspicacia acudiendo a estas criaturas delirantes pero entrañablemente lúcidas.

En medio de un constante retozo con lo ambiguo y lo metafórico, Alberto Pedro pone a contender a tan peculiares personajes. Ellos, en parte por sus desvaríos o bien por su participación en una suerte de juego de suplantaciones, terminan por crear una doble ficción. Dicho de otro modo, la suya es una representación dentro de la representación en el cual los involucrados asumen roles o identidades ajenos a los propios. Benny Moré, Varilla y Celia Cruz (1), tres leyendas que han calado muy hondo en la sensibilidad y la memoria popular, son los íconos escogidos por esta tríada de megalómanos para exorcisar una realidad que le es adversa. Mucho de invocación y ceremonial hay en este pasatiempo, máxime si tenemos en cuenta de que ya han fallecido los tres suplantados (2).

Estrecha es la relación entre la situación dramática y los personajes concebidos por el dramaturgo. La paroxística imaginación de los protagonistas los conduce no sólo a sobredimensionar hasta la desmesura sus identidades, sino también a imaginar el bar como un sitio edénico y democrático, cosmopolita y exclusivo. Son sus anhelos y deseos más hondos que quienes los engendran. Ellos, seres estrafalarios, impostores, habitantes de la noche, alucinados que toman parte de un juego que les permite escapar de la aridez reinante, son al mismo tiempo portadores de impulsos, portavoces de añorazas, símbolos de castraciones y esperanzas colectivas. Su fabulación no es únicamente el fruto de sus psiquis enajenadas, sino también la proyección de los deseos temores de un grupo humano víctima del peligro y el acoso.

Contrario a lo que pudiera pensarse, los constantes desacuerdos y escaramusas que mantienen en tensión la relación entre El Bárbaro, La Reina y Varilla no constituyen el meollo de Delirio habanero. El verdadero conflicto de esta pieza enfrenta un “adentro” fabulado y cálido con un “afuera” agreste y hostíl. Alucinación/realidad constituyen aquí los bandos en pugna. La demolición del bar, que equivale a arrasar el espacio de la utopía, es otro de los ángulos posibles a la hora de intentar una lectura de esta obra.

En un plano alegórico apunta al diferendo entre Cuba y Estados Unidos, agudizado en medio de estas coyunturas. Osea, que Alberto Pedro – apelando a la ilusión y a lo subyacente – sigue el hilo de Ariadna que ha guiado a buena parte de la dramaturgia cubana a lo largo de más de un siglo para, al focalizar los dilemas o disyuntivas de un peculiar microcosmos, analizar con su acostumbrada capacidad de anticipación problemas medulares de su tiempo.

Si bien es cierto que el asedio y la precariedad no son exactamente cosa del pasado, también lo es que la tirantez e incluso la sosobra que invadió casi todos los rubros de la sociedad cubana en los 90, han disminuído obstensiblemente. Si a lo anterior sumamos el hecho de que, por naturaleza, el texto dramático apela a la parábola o a los subterfugios a la hora de plantear esta problemática, tenemos una de las principales causas de que – para el lector o el espectador de hoy – pase a un primer plano la discusión en torno a la legítima pertenencia a la cultura cubana de aquellos creadores pertenecientes a la diáspora. De hecho es precisamente este el rumbo que toma la puesta de Delirio habanero realizada por Raúl Martín.

El montaje lleva la marca de agua de su director. Una vez más Martín subraya los costados musicales del texto, a la par que enfatiza los elementos coreográficos esbozados por el autor. A esto se une la acostumbrada utilización de precisas cadenas de movimientos que, en este caso, apuntan tanto a la recreación de los tics o manías propios de cada uno de los orates, como a gestos o poses que caracterizaron a los carismáticos individuos que ellos creen ser. Tal insistencia en el aspecto melódico y, en cierto modo, en lo danzario, realza la espectacularidad de la propuesta por una parte, mientras que por la otra acentúa el carácter discontinuo de la fábula. Razones por las cuales aún sin llegar a convertir la pieza en un ortodoxo drama musical sí se le acerca bastante. Sólo que por esta causa se tiende a dilatar el tiempo de la representación que, dicho sea de paso, abunda en detalles prescindibles – muchos de los cuales parten de un texto apegado al leit motiv y la recurrencia – e incluso ajenos para espectadores de otros lares.

Otro aspecto destacable es el concienzudo trabajo con los actores, así como la coherencia y homogeneidad proyectada por una escena que renuncia a detalles naturalistas para apelar a la estilización, así como la concepción de un ámbito escénico capaz de crear un clima de precariedad y zozobra muy a tono con la situación dramática. Martín lleva a las tablas la pieza con habilidad y destreza. No se trata en esta ocasión de un texto complejo cuyos vericuetos filosóficos demandan un esfuerzo mayor del espectador. Todo lo que dice Delirio … es bien conocido por los asistentes a la platea. Lo que interesa y divierte es el modo en que esto acontece y la manera en que los miembros de Teatro de la Luna lo encaran y llevan a término. La puesta es sencilla, estilizada, rigurosa, precisa.

Martín apela a un diseño de vestuario que acude a la recreación de atuendos con características similares a los usados por los referentes reales, sólo que ajados por el tiempo y las contrariedades cotidianas. Más, en ocasiones, bien debido a la inclinación por el espectáculo, bien a causa de algún guiño, opta por vestir a los personajes de otro modo, como – por ejemplo – un enfermo o una estrella en plena actividad performativa. La banda sonora a cargo de Rafael Guzmán se vale, en lo fundamental, de varios de los más conocidos hits de Benny Moré o Celia Cruz. Una peculiaridad la distingue, resulta que en el original las acotaciones, en aras de enfatizar el tópico de la locura, advierten de la imposiblidad de escuchar la imaginaria orquesta. En cambio aquí, en consonancia con el énfasis en lo musical, ocurre todo lo contrario. La proposición de estados de ánimo que oscilan entre el jolgorio y la nostalgia, junto a la detonación de ruidos y sonidos provenientes de un exterior acechante, es otro de sus méritos.

La escenografía, que se destaca por la sobriedad y capacidad para dar solución a los problemas que confronta la Sala Adolfo Llauradó, se vale además de un mínimo de elementos que, como ya había apuntado, rehuyen el naturalismo inclinándose por la insinuación. Ejemplo de ello es el ciclorama que sirve para delimitar el espacio mágico del bar, el cual al tiempo que aporta impresiones de humedad o deterioro recrea el ámbito agreste y espectral del ruinoso recinto.

Las luces – que al igual que el decorado son obra de Martín – ambientan las diferentes zonas del escenario creando tonos, texturas visuales diferentes y acordes con la situación, atmósferas áridas u oníricas según los requerimientos de la trama. En otras palabras, el director es capaz de echarse sobre sus hombros numerosas responsabilidades para terminar por realizarlas con una inusual mezcla de imaginación y pericia.

El elenco alcanza un excelente nivel interpretativo. No hay dudas que los actores tomaron como modelo a pacientes aquejados por la megalomanía. En todos los casos las tareas físicas seleccionadas guardan estrecha realación con las dolencias psiquiátricas, los problemas existenciales, sueños y aspiraciones más urgentes de los peculiares personajes de Delirio …Más esto no deviene sinónimo de homogeneidad fatigosa y facilista sino todo lo contrario. La singularización de cada uno de los involucrados, a partir de partituras gestuales muy bien seleccionadas, como también de la interiorización, es un logro tanto de los comediantes como del director.

Laura de la Uz encarna a La Reina. Al igual que en la labor de sus compañeros se observa una dualidad en su faena cuya causa es la necesidad de explicitar tanto quien es como quien cree ser el personaje que representa. Un aire levemente paródico recorre su interpretación. Esto es particularmente visible en varios de los momentos en los que incorpora a Celia Cruz. En otras ocasiones asume tan difícil resposabilidad no sólo con seriedad sino también con rigor y brillo, llegando a su apoteósis en los fragmentos cantados, los que ejecuta con inusual pericia. La utilización de un modelo tan especial en lugar de erigirse en obstáculo deviene acicate para la actriz. De la Uz no se limita a tomar prestados gestos, entonaciones o poses de la popular cantante sino que los utiliza para, junto con un exquisito trabajo con la máscara facial, la voz y las acciones físicas, devolvernos una imagen atractiva y convincente.

A Mario Guerra le correspodió dar cuerpo a El Bárbaro, un alucinado admirador de Benny Moré que cree ser la rencarnación del prominente músico. En su caso, contrario a lo que sucede con La Reina, tanto la figura como la voz o el anecdotario del Benny son del conocimiento y disfrute de la inmensa mayoría de los cubanos. Tal contingencia actúa como la clásica arma de doble filo, pues si por su parte garantiza de antemano la comunicación, por la otra remite de inmediato a los receptores al modelo original entrando así de lleno en el terreno de las comparaciones. Guerra, lejos de amilanarse, utiliza esta particularidad en su provecho devolviéndonos una imagen del “Bárbaro del Ritmo” cercana a la rescatada por el cine o los kinescopios. Esto lo consigue con una pulcritud y limpieza realmente encomiables. El actor saca a relucir detalles claves de la conducta del enfermo que personifica, canta con afinación y soltura, baila incorporando elementos propios de la danza y la ritualidad afrocubana, a la vez que constantemente llama la atención en torno a su condición de médium o caballo. (3)

Para Amarilys Núñez el reto es doble. Ella asume a un hombre y a un orate que a su vez cree ser otra persona. Ingenuidad, un toque humorístico acentuado por el coqueteo con elementos paródicos, desplazamientos coreografiados, compulsión por el orden y la limpieza, coherente relación y manipulación de los objetos, son algunos de sus puntos de apoyo a la hora de encarar el rol de Varilla. Minuciosidad y sutileza devienen signos inequívocos de un desempeño que tiene como punto de partida a una personalidad menos conocida que las de sus compañeros. A pesar de que, por regla general, Varilla funciona como mediador y comodín del debate entre dos magníficos rivales, la actriz sabe sacarle partido a una criatura llena de ilusiones.

Con la puesta en escena de Delirio habanero Raúl Martín y Teatro de la Luna reaparecen luego de una prolongada ausencia. Siguiendo la fórmula que los llevó a protagonizar exitos memorables con montajes como La Boda, Electra Garrigó o Los siervos, todas de Virgilio Piñera, vuelven ahora para pulsar con éxito las cuerdas de la sensibilidad popular, sometiendo a discusión aspectos medulares de la realidad contemporánea con inteligencia y agudeza crítica. La excelente faena interpretativa, el diálogo expedito y franco con los espectadores, junto a la vocación y capacidad para inclinarse apreciablemente al género musical, el cual resulta una lamentable ausencia de la escena cubana de estos tiempos, hacen de este delirio una lúcida diatriba contra la miopía mental, al tiempo que divierte, emociona, solidariza y deviene un llamado al orden cuya vigencia resulta preocupante.

(1) Benny Moré y Celia Cruz son dos legendarios músicos cubanos. Mientras que él optó por permanecer en Cuba luego de 1959 y hasta su muerte en 1963, ella prefirió partir en busca de nuevos horizontes. Varilla por su parte fue un estelar cantinero de la conocidísima Bodeguita del Medio

(2) En el momento de su escritura y estreno (1994) Celia aún vivía, siendo su presencia en la isla posible aunque improbable. La puesta de Martín tiene lugar cuando ya todos los personajes en ella involucrados han fallecido.

(3) Caballo o poseso es aquel individuo cuyo cuerpo es habitado por alguna deidad o por el espíritu de un muerto. 

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