Raúl Martín es aún director teatral entre nosotros. Su importante labor al frente de Teatro de La Luna desde finales de los noventa ha entregado puestas memorables como La boda, Los siervos o El enano en la botella, bordadas a partir del genio dramático de sus dos autores de cabecera: Virgilio Piñera y Abilio Estévez, con quienes ha generado diálogos cruzados, a partir de una teatralidad hecha a golpes de efecto y lustre de las formas. Su labor como director (que desde el estreno en 2001 de Seis personajes en busca de un autor de Pirandello no accede al gran formato) en los últimos tiempos ha ido perfilando una clara tendencia hacia el monólogo que, incluso con las notables virtudes de los mismos, no borra, empero, el recuerdo y el deseo de que Martín continúe experimentando en los montajes de conjunto.
Tras un preestreno en la Academia San Alejandro a finales de 2004, y luego de una extensa gira por varias ciudades y festivales de Chile, comenzó el jueves 19 de mayo en la habanera Sala Adolfo Llauradó la temporada de Santa Cecilia de Abilio Estévez, con el intérprete Bruno Torres y bajo la dirección de Martín. El texto, estrenado en los noventa en un espectáculo polémico y majestuoso protagonizado por Vivian Acosta, es en la actualidad, y a la par de esta temporada, asumido también por Teatro El Público en su sede del Trianón, en una esplendente representación dirigida por Carlos Díaz con el actor Osvaldo Doimeadiós.
Una preciosa litografía de Reinier Quer sirve de cartel al montaje de Teatro de La Luna. En la misma, sobre los colores terrosos de la arena de resaca, algunos tonos de verde difuminan o solapan una figura central (si se aguza la mirada uno la distingue ataviada con ropas de mujer) que pareciera en la distancia sostener con orgullo o resignación su espera, su eternidad. Feliz modo en que un cartel teatral capta la atmósfera de un texto y la pretensión de una puesta, sobre todo en su conformación rústica sobre la cartulina, de una belleza que huye de la ostentación, del brillo fácil, y se refugia en el espejo deslavazado donde una mujer se contempla. Ella es Santa Cecilia, la de Martín a partir de la de Abilio.
Con este montaje, creo, el director continúa fiel a su poética teatral. Es fiel porque desde la armazón formal torna a emplear mucha música, a descubrir en los trajes sucesivos también las múltiples máscaras que personaje y actor guardan, o a crear en la escena un mundo sobre el cual priman la teatralidad, el desborde, la sustitución del cotidiano por un entorno presuntamente baladí. Y digo presuntamente porque el engalanamiento del discurso escénico, en otras puestas de Martín demasiado alejado de las maneras en que el presupuesto teórico se erige, aquí alcanza una firme lectura desde el concepto posible que ha descubierto sus armas de combate real en sus propios gustos plásticos y sonoros, todos ellos firmemente liados y concentrados en este monólogo. Como dice un personaje de La boda, ahora me explico.
¿De qué manera puede revisarse hoy la historia de la mujer que habita en el fondo del mar, donde recibe cada noche a visitantes inoportunos que la hacen, con su sola presencia, relatar hasta el hastío su antigua vida en La Habana, una ciudad perdida que antes fue, que nunca más será? ¿Cómo revisar hoy la vuelta de tuerca a la nostalgia, sin ser moralistas o tecosos, ya que también esa nostalgia extrema, a la larga, pese a que se siente, pudiera parecer vencida? ¿Cuáles son las zonas maravillosas de Santa Cecilia, esas zonas inéditas para el espectador común que no deben pasar inadvertidas para el teatrista entrenado? ¿Dónde habita la verdad que en este texto, como en todos los de su autoría, vierte el tremendo e impresionante dramaturgo de La verdadera culpa de Juan Clemente Zenea, Un sueño feliz y La noche? Qué va, Santa Cecilia no es sólo la nostalgia. No es, como se ha dicho, apenas la poesía de una mujer a quien llegan noticias de su vieja ciudad en ruinas. Santa Cecilia, el personaje, es la vida de un tema musical que despierta desde la eternidad para relatar una acción presente, con la que vibra a cada paso, en cada remembranza. Es, seguro estoy, la posibilidad de renacer en el recuerdo, de latir en la memoria y de rescatar parques perdidos o esquinas abandonadas en la podredumbre. La palabra de Estévez por sí sola ofrece todo eso.
Raúl Martín lo ha comprendido. No vulgariza a su Cecilia joven como una chiquilla chusma de la actualidad, antes bien: ejecuta un proceso de arquetipización del personaje. Va a demostrar mediante el comportamiento descrito en el relato de Estévez, los estratos permanentes de un modelo psicológico y social. A partir de la protagonista y mediante las incorporaciones que el actor asume del resto de los personajes, Santa Cecilia muestra su imposibilidad de ser feliz en el seno de la familia y en el exterior. Ello supera la cuestión epocal cuando el director remueve las regiones temporales de actividad. Deja escuchar una melodía de Freddy, un ser específico de un momento preciso, hablando de mitigar las penas, de convertirse en una estrella. O bien, por otra parte, muestra los zapatos rojos de tacón de una muchacha lanzada a la calle, zapatos que recuerdan al mejor Almodóvar, sobre todo en ese periplo de los tacones en proscenio que el diseño de luces (como el vestuario, también a cargo del director) privilegia. En ambos casos el proceso es idéntico: Martín tiende a universalizar el rol. Y lo hace desde lo particular, con el trazado de una mujer que se desgaja en historias concretas, próximas a nuestro entorno, a nuestros lugares comunes. La belleza deja de ser un atributo de consenso. Será bello el desvestirse, el transformarse lentamente en la pérdida, porque aquí vivir es ir perdiendo cosas.
El joven Bruno Torres logra mantener el tono exigido por el director de principio a fin. Canta sin temor, articula correctamente, tiene buena dicción y su voz es teatral y maleable. Las sucesivas incorporaciones, si bien algunas en un tono algo estridente o exagerado que podría matizarse, entregan a Bruno como un actor en formación, que empieza a ser dueño de sus recursos y que debe luchar por potenciarlos, idealmente junto al fabuloso equipo de primeros actores con que Martín cuenta en Teatro de La Luna. Pero lo fundamental es que Bruno da peso a los textos, permite que la palabra de Abilio se comprenda en su compleja dimensión, y que uno pueda entonces departir con ella, incluso cuando no esté de acuerdo con todas las intenciones que la dirección y el actor pautan.
Una hermosa zona del concepto de este montaje radica en los bloques transparentes sobre los que se han esculturado a relieve (la frase quizás no sea la apropiada técnicamente, pero sí la idea que me ofrecen) sitios emblemáticos de la ciudad. Como pequeñas peceras dentro de las cuales se hubieran sumergido pedazos de La Habana, y también cual cita a esa escena emblemática de la Electra Garrigó de Martín donde Orestes juega con pequeños muñecos de yeso que son los miembros de su familia, aquí, en prismas de diversos tamaños, son apreciables el Hotel Nacional, el Habana Libre, el Gran Teatro, el edificio Focsa, el Capitolio, el Cristo de La Habana..., o sea, una ciudad políglota y atemporal.
Durante una hora Santa Cecilia es, según Teatro de La Luna, la puesta en pantalla de una nostalgia cínica y arriesgada, nada contemplativa, profundamente hiriente y dolorosa en la piel de su protagonista. Bruno Torres no es una mujer, Raúl Martín no dice que todo se ha perdido para siempre, sí, tal vez, que la muerte es ir de espejismo en espejismo.
Uno de los trajes, que sirve de hamaca y sillón, está forrado con redes. Dentro de él, hacia el final del espectáculo, Santa Cecilia se consume, como un chamán que narra profecías sin remedio, como la perla en su concha.
Escrito en 1993 por el cubano Abilio Estévez, el monólogo "Santa Cecilia" se vale de un amplio rango de imágenes literarias para retratar la idiosincrasia de la isla y la manera de experimentar la vivencia cotidiana en La Habana.
La obra desarrolla la mirada post mortem de Santa Cecilia, suerte de deidad marina que recibe y alecciona a los recién fallecidos en una tarea que suma cien años y que le permite volver sobre su biografía de ex regenta de un prostíbulo.
Su discurso alude a la finitud de la existencia y al forzoso aprendizaje del ciclo de muerte y transmutación, donde prevalece la idea de que sólo lo placentero tiene estatus de real. El texto parece celebrar la vida, ya que con ese espíritu tiñe las alusiones y las remembranzas de los distintos paisajes de Cuba, desde el malecón hasta las barriadas.
La versión que dirige Raúl Martín entrega el protagónico al joven intérprete Bruno Torres, quien despliega un amplio registro de caracterizaciones y una marcada potencia actoral. Gracias a ello, el juego de androginia gana riqueza y vuelo creativo, ya que le bastan tres máscaras y una bata blanca para personificar las voces que rondan en el texto.
La dirección matiza la poesía de la pieza con canciones del repertorio popular e introduce pasajes musicales que acercan la producción al teatro-bar, involucrando a los espectadores, quienes pasan a hacer las veces de espectros y compañeros de suerte de Santa Cecilia.
Con esto, emerge una lectura ligada al devenir político, ya que involuntariamente se establece una equivalencia entre el sino del personaje que ama y añora Cuba y los balseros que han sucumbido en el mar.
El espectáculo de una hora - que este fin de semana ofrece las últimas funciones en La Habana Vieja- no sólo acerca la dramaturgia cubana actual. También permite apreciar la destreza del protagonista.
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