PIRANDELLO Y LA LUNA

Por Osvaldo Cano

Cinco factores se complotaron para convertir a Luigi Pirandello en autor dramático. Son ellos la ruina familiar, la locura de su esposa, la insistencia de sus amigos, sus apuros económicos y su envidiable talento. Hay que agradecer pues al azar, a sus desdichas y a la Embajada de Italia en La Habana, que Teatro de la Luna –grupo que comanda Raúl Martín– se decidiera a estrenar Seis personajes en busca de un autor. La pieza, una de las más experimentales, conocidas y sólidas del premio Nobel, es la oferta de la sala Covarrubias del Teatro Nacional por estos días en que el año inicia su despedida.

Seis personajes… es una de esas obras –ni la primera ni la única, pero sí la más acertada– en la que al ser mostrado el teatro por dentro se vulnera la ilusión. El uso de este ardid técnico se debe al interés del dramaturgo siciliano por enfrentarnos a varias de las ideas que lo rondaban con especial persistencia. Entre ellas, la relativización de la verdad, la multiplicidad del yo, la rivalidad arte-vida, la autonomía de la realidad fabulada con respecto al creador, o el indetenible fluir de la existencia.
Estrenada en Roma en 1921, en plena escalada fascista, la pieza nos habla también de la quiebra del orden burgués, del positivismo, del auge del irracionalismo y de un individualismo feroz. Al tiempo que arremete contra la hipocresía social, desmitifica la moral burguesa, mezcla lo trágico con lo cómico, adelantando proféticamente el drama de la incomunicación que 29 años más tarde llevaría a su apoteosis Eugene Ionesco con La soprano calva.
Para trasladar a la escena una pieza como esta, en la cual convergen "las bellezas del físico mundo” y “los horrores del mundo moral", Martín echó mano a las canciones, los movimientos coreografiados, la gestualidad premeditada, unas máscaras poco utilizadas además de un excelente diseño de luces. Con una concepción escénica más sobria que en anteriores ocasiones (Electra Garrigó, Los siervos), haciendo énfasis en el trabajo con los actores y corriendo el riesgo de repetir fórmulas, el director consiguió, una vez más, un espectáculo en el que palpitan la emoción y la sinceridad.
En el rubro de las actuaciones es de destacar la intensidad, creencia y vigor con que Amarilys Núñez enfrenta su personaje. Mario Guerra, ahora en rol protagónico, nos acerca una depurada caracterización en la que se amalgaman el trabajo físico con la exploración vivencial en torno a una personalidad tan compleja y controvertida como la de El Padre. De nuevo Dexter Cápiro da muestras de su talento en un papel pequeño pero explosivo, cáustico incluso, que asume con una mezcla de robustez y mesura. Nieves Riovalles supo imprimir a la madre ese matiz esencial, primitivo, que es el alma de esa criatura. Roberto Gacio propuso un temperamental director. El actor asumió su tarea con fuerza imprimiéndole matices que lo llevaron a develar tanto los costados humorísticos como el pragmatismo de tan peculiar individuo. Gilda Bello mostró una vanidosa primera actriz que no consigue comprender realmente lo que sucede a su alrededor. La intérprete acentuó atinadamente el engreimiento y la superficialidad que, en ocasiones, acompañan a algunas de sus colegas. Mención especial merecen los niños Rubén Araujo y Simone Demola, quienes invariablemente permanecen presentes, vibrando con el acontecer. Otro tanto hay que decir del resto del elenco –en el que se incluyen algunos actores inexpertos– que alcanzó un nivel parejo y digno.

El diseño de vestuario de Diamel Pérez tiene la virtud de escindir a los dos grupos de criaturas que pueblan la escena. A un lado, con tonos más vivos en sus atuendos, los personajes de la "realidad"; al otro, con vestuarios mucho más severos tanto en el corte como en el color, los seres de la ficción. A esto se sumó, como ya había apuntado, el diseño de luces de Tony Arocha, capaz de simular locaciones, crear atmósferas a la par de mostrar la recurrente frontera realidad-ficción.

Al asumir a Pirandello por encargo, Martín se encuentra con un autor cuyo cerebralismo, malabarismos verbales, profundidad filosófica, negatividad dialéctica y humor intelectual, recuerdan a su favorito Virgilio Piñera. Contando en el elenco con intérpretes de primera línea, así como con su intuición y talento como aliados, consigue un montaje en el cual el protagonismo recae sobre sus actores. Puesta en la que la sencillez y la precisión resultan elementos a su favor. Espectáculo que ha venido a salvar una cartelera de fin de año que inquieta por su irrelevancia.

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