Resulta curioso que Los siervos, farsa tragicómica que trajo de La Habana el grupo Teatro de la Luna para presentar en el Primer Festival Internacional de Teatro de Virgilio Piñera, retorne a escena en un momento en que el estado de crisis global pareciera estar desempolvando una vez más, el fantasma del comunismo que recorrió Europa en su momento y fue luego a incursionar por Las Antillas Mayores con el desastroso resultado que ya conocemos.
La obra, escrita por Piñera en 1955, había sido originalmente concebida como una burla de las contradicciones entre teoría y práctica dentro del comunismo ruso-soviético; en la versión que Miami disfrutó, Raúl Martín cambia oportunamente nombres de los personajes y detalles escenográficos, optando por imprimir en la pieza un carácter universal y atemporal que pone de relieve la actualidad del discurso virgiliano.
Si bien Los siervos denuncia la demagogia y la corrupción en el marco de una historia cuyo tema es el poder político, una segunda lectura permite acceder a un nivel donde también se barajan reflexiones acerca de géneros y papeles sexuales. El poder en cualesquiera de sus manifestaciones, pareciera decir el autor, es un asunto que concierne tanto a opresores como a oprimidos.
Los siervos no es una obra de fácil disfrute, de ahí que resulte ideal el tratamiento que Martín le confiere en su puesta, donde se recurre a elementos del musical para recalcar de forma hilarante lo absurdo de la trama.
Otro acierto se refiere al tratamiento de los personajes, cuyo travestismo incorpora la parte más oscura del arquetipo andrógino; se trata de fantoches, seres no del todo humanos, que encarnan en magistrados, militares y censores, en oposición con la naturaleza de Nicleto, cuya grácil y maliciosa corporalidad lo sitúa en un territorio donde las dos naturalezas se complementan.
El impecable trabajo actoral de Amarilys Núñez, Yaité Ruiz y Olivia Santana como Pileno, Zenón y Ralú –General, Primer Ministro y Secretario de Estado respectivamente–, así como el de Yordanka Ariosa en el papel de Sedicóm, resulta decisivo para el éxito de una puesta que requiere habilidades que van más allá del arte dramático al integrar canto y danza. Destacan especialmente Mario Guerra como el estridente Dimanisio, un carácter que incorpora influencias del bufo cubano, y Liván Albelo, quien consigue un Nicleto memorable.
Con la producción de Manuel Quintans –organizado por el Departamento de Lenguas y Literatura Modernas, el Jerry Herman Ring Theatre de la Universidad de Miami y FUNDarte– y la asistencia de dirección de Rey Trujillo y Reynier Rodríguez, Raúl Martín –a quien se deben, además de la dirección, escenografía, vestuario y diseño de luces, y que comparte con Adrián Torres el diseño de banda sonora– trajo a la escena miamense un espectáculo en el que la lúcida visión de Piñera se renueva, magnificando su alcance y su contemporaneidad.
Raúl Martín’s adaptation of Los siervos (The Serfs), performed by Havana’s Teatro de La Luna during a Miami tribute to Cuban playwright Virgilio Piñera, transforms the anti-Stalinist screed of Piñera’s original into a far-reaching parody of absolutism.
Los siervos made its U.S. debut last weekend as part ofAbsurd Celebration: The First International Festival of Virgilio Piñera’s Theatre, a co-production between the University of Miami’s Department of Theatre Arts and the Department of Modern Languages and Literatures, in association with FUNDarte. The show was performed in Spanish with English supertitles.
Last October, Teatro de La Luna gave a show-stopping performance of Delirio Habanero, Alberto Pedro’s musical tribute to Celia Cruz and Benny Moré at the Miami Dade County Auditorium.Los siervos, a tragicomic farce, is very different. It confirms the breadth of artistic director Martín’s directorial vision, not to mention this company’s chops. The entire cast ofLos siervos performs with exceptional vocal versatility and physical agility.
Gen. Pileno (Amarilys Núñez), Prime Minister Zenón (Yaité Ruíz) and Secretary of State Ralú (Olivia Santana) rule a perfect society where equality and happiness abound until philosopher and rebel Nicleto (Liván Albelo) disrupts the perceived state of collective equality by declaring himself a lowly serf in search of a master. Nicleto’s devotion to servility drills a crack in the façade of the current political system, “caronism” (a thinly veiled neologism for communism). Yordanka Ariosa and Mario Guerra portray a spy and a worker respectively.
Teatro de La Luna is known for its use of music, as well as its intense physicality and creative costuming. Martín designed long, imposing cloaks with wide, bulky shoulder pads, creating a -look for Pileno, Zenón, and Ralú that is militaristic and futuristic (think Stalin meets Star Trek). Their exaggerated physical heft serves as a metaphor for the verbose rhetoric they spew.
The actors deliver their circuitous dialogues with a hyperbolic humor fit only for a political farce. They even argue at length about the form their arguments should take, going to extremes to assure nothing of substance is said. Stomping to the tune of an ominous military march, the triumvirate descends into a fury of violent percussive footwork as they plot Nicleto’s demise.
In contrast lithe and limber Nicleto, exquisitely portrayed by Albelo, enters the stage stealthily executing feather-light fan kicks and acrobatics with the aplomb of a ninja warrior.
Los siervos is disturbing and funny. It’s chilling to imagine actors in Cuba reciting lines like the following when it first debuted in Cuba in the late ‘90s. Zenón tells Nicleto: “You know very well a Caronist can only be a Caronist and nothing else. A Caronist never kneels before anyone. That’s why we abolished God.”
In the end, however, neither Stalinism nor communism is the sole target of this play’s ire. It’s a scathing reminder of the extremes to which all political forces will go in order to manipulate and control the masses.
No ha habido jamás un documento de cultura que no sea al mismo tiempo un documento de barbarie.
WALTER BENJAMÍN
Porque el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos
SAN MARCOS, X.45
Cuando en el recién finalizado Festival de Teatro de la Habana, Teatro de la Luna, liderado por Raúl Martín, estrenaba Los siervos, estábamos asistiendo al rescate de un texto que puesto en el index personal de su autor, Virgilio Piñera, guardaba silencio desde su publicación, por José Rodríguez Feo, en la revista Ciclón en 1955.
La pieza de Piñera es cáustica, directa incisiva. Despiadada diatriba contra un mundo emergente y ajeno al autor. Localizada en una zona específica de la historia soviética por momentos, parece circunstancial y obvia; pero al mismo tiempo es desenfrenada, alteradora, chispeante. La versión de Martín despoja al texto del acento orwelliano al tiempo que acude a su esencialidad. No es el “fracaso del experimento” como en Desamparados (Alberto Pedro Torriente, 1991) el centro de su reflexión, sino el fin de una utopía. El espejismo de una humanidad empecinada en hallar la alquimia perfecta en cuya búsqueda retorna, como una noria, una y otra vez al punto de partida. El diálogo que, junto a su equipo, entabla con el texto lingüístico es fecundo, pues ahora despojado de lo epidérmico y lo local se nos revela en su real dimensión.
Visto desde la perspectiva del texto espectacular, Los siervos resulta un drama de la pasión. No es ocioso recordar que, en 1941, Virgilio Piñera escribe Electra Garrigó, versión desacralizadora del mito original. Desde entonces se confiesa contaminado por el “bacilo griego”. Un grupo de claves presentes en el texto que son acentuadas en la puesta en escena nos remiten a esa reflexión. La circularidad recurrente de la danza y el discurso de Nicleto, el leit motiv del eterno retorno, la cabeza cercenada, los sucesos narrados que escapan de la comprensión humana siendo dirigidos por fuerzas incontrolables e inevitables… Nicleto es un pharmakós y como tal ha de inmolarse. Él está consciente de ello. Su sacrificio persigue un fin: retornar al perpetum mobile de la existencia. Como víctima propiciatoria su destino es la muerte, mas no cualquier muerte sino el sparagmós. Él es el sustituto del dios cereal, el doble de Huitzilopochtli, Jesús o Dionisos, el “delegado” de la divinidad, deus sive natura. Su muerte como la de Orfeo, Penteo o San Juan Bautista, es la confirmación de la renovación. El cuerpo desmembrado es una metáfora del universo que estalla fragmentado, del caos. Los despojos de Dionisos son paladeados por los titanes. Asesinato, desmembramiento y omophagia, devienen garantía de fertilidad y renovación. Zeus reúne los miembros dispersos de su hijo y cociéndolos lo devuelve a la vida. El ciclo se reinicia. Si al principio el cosmos se transformó en caos, con la resurrección el caos da origen al cosmos y todo vuelve a comenzar de nuevo, sin detenerse. La cabeza de Nicleto es mostrada por Niño que viste como él, coincidentia opositorum, los colores de la vida y la muerte. Él es el garante de la continuidad, su doble.1 La epifanía se ha consumado. Bien pudiera ahora entonarse el Quem queritis.
Si en Las bacantes los disecta membra de Penteo yacen sobre la escena vacía, como único miembro de la familia aúlica que, luego de la orgía sangrienta, permanecerá en Tebas; en Los siervos solo vemos la testa del héroe. Como en la tragedia griega, su muerte ocurre entre bastidores. El resto del cuerpo está ausente. Niño, en su doble condición de mensajero y alter ego de Nicleto, la muestra estático, no danza. Ágave y Salomé si lo hacen, desordenadas, poseídas, mientras sostienen las cabezas de Penteo y San Juan Bautista, respectivamente. El simbolismo de la decapitación es persistente2 y tiene una doble función: apotropaica y oracular. Nicleto es, a la vez, quien se inmola y quien predice. El pharmakós, el Mesías y el profeta que advierte de la llegada de un sucesor que reanudará la rotación. Como Dionisos en Tebas o Jesús en Israel, es un desordenador que será castigado. Se le oponen tres personajes obstructores. Este es un número recurrente3 que recuerda las tres edades de las sacerdotisas de la Luna: niña, joven y anciana. Tres son las infantas de Orcómenos y tres las hijas de Cadmo, luego de muerta Semele. Zenón, Pileno y Ralú, sustituyen a Ágave, Ino y Autonoe. Como ellas detentan el poder y están en el sitio más alto al que pueda aspirar un humano, pero al consumar el asesinato emprenden la ruta de su caída, comienza la peripecia.
El ambiente de parodia y choteo que recorre a Electra Garrigó está presente también en Los siervos. Piñera, como de costumbre, salta por encima de las fronteras de los géneros y opone, al tono solemne y luctuoso de la tragedia, un clima transgresor y hasta festivo cercano a la esencia cómica. También en este rubro soporta la comparación con Eurípides. Si bien en Las bacantes es notable el simbolismo sexual, en Los siervos ocurre otro tanto; pero si en Electra… el autor recurre al eufemismo de la frutabomba, aquí, como en La boda, es directo e incluso deliberadamente irreverente, como para contrariar a una sociedad homófona y pacata. Si Dionisos es una divinidad bisexual y su doble Penteo, cual moderno travesti, viste de mujer para espiar a las ménades; Nicleto predica la “filosofía del trasero”, protagoniza la “rebelión de los traseros”, como siervo demanda “patadas en el trasero”… El trasero es, a un tiempo, lo que está detrás, lo posterior –¿será acaso una alusión a la posteridad que tanto inquietaba al autor?– así como zona escatológica, vinculada a la fertilidad. Penteo se contonea ante el espejo mientras prueba su “disfraz”. Nicleto se contonea en su danza poco antes de perder cabeza y ¡trasero!
El pharmakós Nicleto, desenfadado y astuto, guarda estrecha relación con el Eiron de la configuración cómica. Es un corruptor de la verdad. En el agón verbal, como Hamlet, no tiene contrincantes de su talla. En todo momento recurre a los formalismos, se bautiza “traidor formal” y sus debates con los señores son “puras cuestiones de forma”. Es un personaje agazapado que enmascara su superioridad tras una falsa ingenuidad. La tríada que forman Zenón, Pileno y Ralú asume las características del Alazón. Obstructores e impostores al mismo tiempo. “La caducidad con mando” que representa a la vieja sociedad sometida a juicio. Son el poder en lucha con un contrapoder.
Una vez más Virgilio cuenta la historia “en Piñera”. Mezcla los géneros, acude a la parodia, al choteo, el humor y la ironía. Pero si en otras obras su estilo es de “cháchara casera”, en esta la “cháchara” es filosófica. Los personajes dialogan con una retórica a veces densa, llena de sofismas y malabarismos verbales. Desde el inicio mismo todos los implicados saben que el destino se cumplirá irremediablemente. Todo es cuestión de tiempo (“bomba de tiempo”, “festín del tiempo”, “dejémoslo al tiempo”). Como en Aire frío, el tiempo es protagonista. Cada cual acepta su rol a la perfección. La víctima acepta su fatum y los victimarios aplazan una ejecución que pondrá al mundo patas arriba. La declaración de Nicleto rompe el equilibrio estático de la sociedad caronista, cuyos líderes –en un intento desesperado por restaurarlo– decretan su muerte. El cisma que este acontecimiento provoca queda como promesa, fuera de los sucesos narrados por el texto y el espectáculo. El interés del autor, más que a lo que acontece, se dirige a la interpretación de ese acontecer. Una y otra vez Nicleto es interrogado, cuestionado por sus antagonistas en sucesivas stichomythias. La repetición se torna incrementativa y desemboca en la muerte. De ahí la sensación de estancamiento, de inmovilidad que transmite la pieza.
Los siervos es, a su vez, un espectáculo recontextualizado, pues nos remite a las circunstancias del mundo de hoy, emprendiéndola contra la demagogia o la doble moral, pero todo ello en clave cómica. Desde el programa de mano su director nos advierte: “hablo del hombre que tomó una idea y le puso su nombre, del que asumió un cargo y se acomodó definitivamente, del que habla de igualdad mirando desde arriba después de escalar”. Es precisamente gracias a esta perspectiva que consigue una comunicación directa y franca con el espectador, pues tanto el chivo expiatorio, Nicleto, como sus verdugos son personajes identificables y persistentes en cualquier lugar o época y la nuestra no es una excepción.
Raúl Martín es un director con una estética propia, se ha instalado en un modo de decir que, lo distingue. La suya es la poética del rescate de una teatralidad visceral y primigenia. En sus espectáculos, como en los orígenes, se canta y se danza. Si en algún sitio de su obra su estilo armoniza con lo que el texto lingüístico demanda lo es, no tengo dudas, en Los siervos.
Las canciones son comunes en los dramas de la pasión donde anuncian la llegada del dios o su epifanía. En la puesta asumen, como el coro trágico, la función de comentar la acción, de advertir sobre lo que sucederá. Como en las piezas de Brecht fracturan la identificación, alejando a la platea de la dependencia de la intriga, convocando a la reflexión o fungiendo como monólogo interior o aparte.
En Los siervos Grettel Trujillo (Zenón), Amarilys Núñez (Pileno) y Mario Guerra (Ralú) entonan un canto rítmico con cadencia de marcha y aires de consigna. Al hacerlo nos advierten que “con Nicleto hay que andar con pies de plomo”. Dexter Cápiro (Nicleto) interpreta un ritmo más lento, menos festivo, casi melancólico (¿serán los ecos del threnos o del enyoró?). Con su canto se defiende del rótulo de traidor con que ha sido estigmatizado, se llama a sí mismo renovador. Mario Guerra (Dimanisio), como el bomolochos de la comedia, entona sus estrofas con una cadencia mucho más dinámica, incluso hilarante y que contrasta con lo que expresa; pues predice la muerte del héroe. El viene a “comprar cabeza” a “llevarla a los montes” (¿el Gólgota o el Citerón?).
Las ménades danzan un baile erótico, orgiástico, que pone sus sentidos en desorden. Los personajes obstructores que las remplazan –Zenón, Pileno y Ralú– también lo hacen. Pero la suya es una danza simétrica, organizada, acompasada, incluso esquemática. En ocasiones tan solo mueven los torsos. Simulan fantoches. Sus movimientos son rígidos, almidonados. Representan a la autoridad que no se presta al desenfreno. La contradicción entre lo que creen ser y lo que proyectan provoca la risa del auditorio. En cambio con Nicleto se recurre a un juego de suplantaciones. Es él, y no sus rivales, quien es poseído por la divinidad. Es un caballo. El agón verbal es enfatizado por la escena. Al mundo estático de los caronistas se le opone el sentido heraclítico del bailarín Nicleto. Él, como Shiva Nataraja, danza el interminable ir y venir del cosmos, su liila predilecto.
El discurso de la puesta en escena es irónico. Si en el texto piñeriano Nicleto, irreverente y taimado, pero digno en la caída, es conocedor de la verdad y juega burlándose de sus antagonistas; en el escenario este retozo es retomado a partir de lo coreográfico, lo postural. Apoyándose en secuencias de gestos limpias, precisas, estudiadas, codificadas, que echan mano a emblemas e ilustradores comunes en la gestualidad cotidiana del cubano, pero ahora asumidos teatralmente, con la intención de revelar lo que subyace. No estamos en presencia de la identificación plena, desgarrada, atormentada, escenario-platea, actor-personaje. En todo momento los caracteres son mostrados como a distancia, cual si fueran ajenos. Los intérpretes se colocan como solía hacer en sus piezas Valle Inclán, por encima de ellos. Los disminuyen de su dignidad, los destronan de su posición, los ponen en evidencia. La recepción es inmediata, el público acepta el juego y lo lleva adelante.
La composición del elenco es heterogénea, varias generaciones se mezclan. Sin embargo, la labor de conjunto es, a un tiempo, armónica y destacable. Sobre todo si tenemos en cuenta que la acción la conducen más que personajes arquetipos, “portadores de máscaras”, “intercambiadores de discursos”. No es la profundidad psicológica, la individualización de una conducta lo que persigue Piñera, sino la generalización, la tipificación de actitudes, la develación de poses. Por eso creo que entre las conquistas del elenco está su intención de estimular más que simular y la capacidad de estar presentes en todo momento, de jugar el juego.
Dexter Cápiro consigue, con Nicleto, el trabajo más depurado de su carrera. Merece destacar la labor corporal, las intenciones, los matices, la sutileza que imprime a un personaje entre iluminado y ladino. Danza con profesionalismo, se mueve con soltura, pronuncia con claridad, comunica las contradicciones de su rol. Mario Guerra (Ralú-Silié-Dimanisio) se desdobla en tres personajes diferentes y hasta contradictorios. Alcanza un momento notable en la entrada del obeso y estridente Dimanisio, sibarita y ambicioso. Si con Silié nos acerca a un obrero algo ingenuo, incondicional y optimista, Ralú es el secretario discreto y hasta perezoso y Dimanisio un escamoteador de la verdad. Guerra pone a sus personajes en solfa al dotarlos de un tono de comedia que los acerca al ridículo. Grettel Trujillo (Zenón) es una actriz de estirpe. En ella confluyen la vis cómica y la adusta severidad dramática. Su voz es bien timbrada, casi musical, su gestualidad es precisa, su presencia escénica se agradece. En su propuesta, cual si acercara a Zenón a un espejo cóncavo, lo deforma sistemáticamente. Para lograrlo se apoya en su carisma y va desde la explosiva agresividad hasta la falsa indulgencia, acudiendo a un amplio y variado registro vocal. Presenta a la criatura que encarna, a la vez parapetada tras su imagen y en su real condición. Se mueve con estudiada sorpresa, con esquemática precisión. Al desvirtuar al personaje hace que el espectador lo reciba con agrado e hilaridad.
Amarilys Núñez (Pileno) propone un general agresivo y supuestamente omnipotente, explosivo e iracundo. El suyo es el gestus del poder corrompido, de la intolerancia y la inflexibilidad. Como Grettel Trujillo, asume un personaje masculino. La extrañeza que provoca tal transgresión es una de sus cartas de triunfo. Su trabajo es mesurado, destaca los costados más risibles del obstructor sin estridencias ni gratuidades. Con su entrega singulariza a una personalidad que, en otras manos, pudiera resultar una réplica exacta de los referentes reales. Roberto Gacio (Sedicón) y Rubén Araujo (Niño) son el actor más veterano y el más joven respectivamente. Con Araujo no se cumple ese viejo axioma que advierte niños o animales o bien se roban el espectáculo o bien lo echan a perder. Su personaje es un niño como él. Se trata de una propuesta de la versión. Sólo en la primera de sus intervenciones habla y lo hace con naturalidad. El resto de sus salidas se verifican en silencio. En una de ellas danza la entrada de Nicleto, en la otra muestra la cabeza del “delegado”. Nunca desentona, se suma al elenco como un igual. Con Sedicón, Gacio transmite una mezcla de impostor y bufón. Como Araujo, no es miembro del colectivo sino un invitado al festín. Ese es otro de sus méritos pues, tanto su lenguaje gestual como su dicción, acoplan perfectamente con el tono de la puesta y empasta coherentemente con el resto del elenco.
La música de Martín y Adrián Torres refuerza esa atemporalidad que el espectáculo propone. Los siervos “suena” entre lo tradicional y lo exótico. Se utiliza música clásica y new age. Hay todo un discurso melódico que enfatiza la acción, narra los acontecimientos, marca los sucesos y se sirve de los sonidos emitidos por los actores. Tal es el caso del tap ejecutado por Guerra-Dimanisio o el baile de la chancleta citado por los tres obstructores. La banda sonora funciona además como acompañamiento de los fragmentos danzados o cantados e invariablemente emite una apreciable carga de sentido.
Los diseños de escenografía (R. Martín y Osvaldo Salón) y de vestuario (R. Martín) elucidan, a partir de las texturas, el color y las formas, el discurso global de la puesta en escena. Utilizan tres módulos que se convierten a conveniencia en buró, butacas, escaleras, podios, muro… y telones pintados simulando paredes. Los módulos, en las escenas inaugurales, sugieren buroes, tribunas, púlpitos, y van recubiertos de linóleo gris, color que se repite en el telón-pared. Las superficies son pulidas, asépticas y combinan armoniosamente como pronunciándose en torno a una suerte de frivolidad de despacho, de falaz modestia, de cauta austeridad. Roto el equilibrio, al declararse el servilismo, módulos y telón se truecan en áspero e incomunicador muro de ladrillo rojo. Barrera sólida e infranqueable que divide la escena y el mundo en dos. En otro momento funcionarán como ara para quien se inmola o pedestal para quienes la usan con mezquino interés.
El vestuario, tal y como hace la música, contribuye a ubicar los acontecimientos fuera de un tiempo preciso. Son identificables en su diseño tanto insinuaciones pretéritas como futuristas y, al igual que la escenografía, le confiere un valor semiótico al color. Es por esa razón que entre los personajes obstructores predomina el negro, el gris y el rojo; sugiriendo así inmovilidad muerte, depresión, peligro, sangre… En cambio, el personaje renovador y su continuador visten de verde y negro. Estos son los colores de la vida y la muerte. Están asociados a la humedad, la regeneración, la esperanza y el duelo. El atuendo es siempre alusivo, alejándose incluso de cualquier asociación naturalista. Estilizado y capaz de caracterizar con apenas algún que otro detalle a su portador, el atuendo resulta cómodo para los intérpretes quienes se mueven con soltura en su interior.
Niño y Nicleto apenas van maquillados, muestran sus rostros tal cual, sin los subterfugios propios de los afeites. Sus contendientes llevan máscaras impresas en sus rostros. Los colores que los signan se reiteran. Tras ellos escamotean su señoría, su verdadera personalidad. Es un maquillaje de fantasía que de cierto modo los deshumaniza.
Con la propuesta de Martín aflora el sentido oculto de la obra de Piñera quien, una vez más, soporta la ordalía de la escena y el tiempo. El director nos convida a observar la porción sumergida del iceberg. Es capaz de enfrentarnos al metatexto, entablando un diálogo inquisitivo y lúdico con la pieza. Podemos hablar pues de una puesta en juego en la que actores y público se divierten por igual; de una poética democrática donde cada espectador asume la lectura que su capacidad de fabular le permite, pero en la cual todos participan del convite, nadie es excluido. Las lecturas son múltiples, superpuestas. La escena tiene la capacidad de suscitar, de evocar, de hacer que nos internemos en la estructura profunda del texto; que volteemos la vista atrás, sin peligro de convertirnos en estatuas de sal, que recurramos a lo ancestral… en fin, el eterno retorno.
Cuando el niño Rubén Araújo recita su parte, está entregando las claves para la comprensión de Los siervos, de Virgilio Piñera. Pone las reglas del juego, traza el círculo de fuego o de tiza que hace mágico el espacio de la representación, el arte como conjuro. Y el tiempo pone los charcos de sangre.
De confesa vocación virgiliana, Raúl Martín saca airoso el complejo texto en una puesta que conserva su valor metafórico, si bien lo hace más comprensible con su dramaturgia. Anteriores retos del Teatro de La Luna fueron La Boda y Electra Garrigó, aunque Martín se las vio otrora con sendas coreografías del Solo de piano y Las siete en punto.
Teatro de La Luna recicla la pieza, publicada únicamente en 1955 en la revista Ciclón, y la recontextualiza hasta lograr el piñeriano ámbito despojado, sin referencias geográficas donde se desarrolla la narración neutra e indiferente del destino de los personajes. La enriquece además con un nuevo sistema de símbolos que redimensionan y universalizan la obra, considerada como la más difícil, amarga y voluntariamente contradictoria del genial dramaturgo.
Atinadas son la recurrencia a la simbología del color, la banda sonora y la danza que recobra su valor semántico, mientras las canciones aportan matices que ayudan a la decodificación de un texto pleno de sugerencias, no siempre tan obvias. Virgilio fue en esencia un burlador y, hasta en el casi eslavo filósofo Nicleto, aflora el fatalismo ontológico del latino, hecho para reír de su dolor y llorar de risa.
La danza de los módulos grises del estancamiento, incorpora un elemento nuevo y casi orweliano, como parte de la confesa intencionalidad de síntesis y simplificación visual de la puesta. Y el humor aflora en la inteligente interpretación de los acostumbrados juegos de palabras del autor, quien se regodeaba en frases hechas y lugares comunes, que deconstruía y dotaba de sentido.
Resaltan el notable trabajo vocal y la versatilidad de Mario Guerra con su trío de personajes, el energético despliegue histriónico de Dexter Pérez, rozando siempre los límites en su Nicleto, y los matices que incorpora Grettel Trujillo a Zenón, metáfora del poder absoluto, secundados por el oficio de los otros.
Con su intertextualidad plena de referencias, Raúl Martín y su compañía hacen la obra de la obra y ofrecen un trabajo indagatorio, mestizo de géneros, vivo y transgresor; la serpiente se muerde la cola y Piñera, cruzado de brazos y piernas, el codo en la rodilla y la mano posada en la mejilla, sonríe aprobatorio.
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