Teatro de la Luna: Escena para las alturas

Por Vivian Martínez Tabares

 Nacido en el fragor del Teatro El Público y, como aquel, hijo del magisterio brillante de Roberto Blanco, Teatro de la Luna, conducido por un artista talentoso como Raúl Martín, ha sido una de las alternativas de mayor interés en la escena cubana de estos tiempos

Con amplio repertorio, en el que predominan títulos de Virgilio Piñera ―y es el grupo cubano que más lo ha representado en este siglo―, como La boda,Electra Garrigó, El álbum y Los siervos, Martín ha incursionado en distintas dramaturgias, de Pirandello, con Seis personajes en busca de un autor, a Alberto Pedro, con Delirio habanero, sin dudas el mayor éxito del colectivo, con diversos elencos. Y ha recreado piezas de Abilio Estévez, RolandSchimmelfening y TadeuszRozewicz, siempre con sello propio.

De Roberto Blanco ―creador de un lenguaje espectacular signado por la belleza, el gesto magnificado y un modo enrarecido y no naturalista de decir los textos―, Raúl fue discípulo en las aulas del Instituto Superior de Arte y asistente de dirección en Irrumpe. Así, heredó del maestro una mirada esteticista y creó una teatralidad singular, que subraya el multidisciplinarismo de la escena y exige del actor un compromiso a fondo.

Notables artistas han sido o son parte de su tropa: Laura de la Uz, Mario Guerra, Amarilys Núñez, Carlos Enrique Almirante, YordankaAriosa y Yaité Ruiz, entre otros, capaces de construir ficciones por medio de una expresión orgánica, que puede crear seres tangibles, revivir mitos del imaginario colectivo cubano ―como Benny Moré o Celia Cruz―, y potenciar el juego paródico y la fascinación frente a un parlamento del absurdo.

Guiados por Martín, ellos y muchos actores han sido co-creadores de un teatro total, en el cual se apropian de los textos al tiempo que danzan una partitura que es coreográfica sin dejar de ser esencialmente teatral, contrapuntean con la música, a menudo en vivo, como eficaz base dramática, y seducen al público.

Los actores y actrices de la Luna se mueven con libertad, de la interiorización y el cuidado en el decir, a la farsa y la representación formalizada, burlona y crítica, y, como resultado de una exigencia sistemática, cantan y bailan bien. Con el cabaret Mujeres de la Luna homenajearon a la dramaturgia contemporánea de la Isla ―Piñera, Alberto Pedro, Tomás González―, fustigaron el sexismo y, con curioso olfato y sin perder humor, anticiparon un camino de diálogo entre Cuba y los Estados Unidos nueve meses antes del 17 de diciembre.

No ha sido fácil el esfuerzo desplegado por Raúl Martín en el contexto actual del teatro cubano, marcado por la movilidad de elencos, que amenaza los repertorios y la propia supervivencia de los grupos. Hoy espera con ansias la terminación de su futura sede, en el antiguo cine Pionero, para crear el Centro Cultural Roberto Blanco, y sueña con nuevas propuestas de un teatro para las alturas. 

DIEZ AÑOS EN LA LUNA: TEATRO Y DELIRIO EN LA POÉTICA DE RAÚL MARTÍN

Por Norge Espinosa Mendoza

I

Aventurarnos a celebrar los primeros diez años del Teatro de la Luna es, en cierto modo, seguir una costumbre demasiado formal, a la manera en que los cubanos nos aferramos a determinadas fechas para recordar la existencia y edad de ciertas cosas que nos parecen imprescindibles o al menos vivas en la memoria. Sin embargo, a fe cierta, la realidad es que la década es apenas un pretexto para revisitar lo aportado a un nuevo rostro teatral cubano por este conjunto de actores, textos, modos y obsesiones aglutinados por Raúl Martín desde 1997; pues lo que se conoce ya como sello propio de ese director y de su confabulación con determinados colaboradores para acrisolar lo que es hoy Teatro de la Luna, venía cimentándose desde mucho antes, desde los albores mismos de la década, en trabajos diversos pero no dispersos a través de los cuales Martín pagaba deudas consigo mismo y sus maestros, al tiempo que cursaba unos estudios que llegaron a parecer interminables, hasta graduarse como director según reza el título que le expidiera el Instituto Superior de Arte. También la entrega de ese documento, que lo hizo salir a escena unos minutos antes de que comenzara la representación en la que actuaba para recoger el pergamino, es, como la memoria de esta década, un acto formal. Un juego de formas, según le gustaría a Piñera, para repensar y recuperar qué es, qué puede ser y qué fue Teatro de la Luna.

II

En el principio fue Virgilio Piñera. Y conste que la afirmación no viene dictada por mi filiación con el autor de La carne de René, sino porque la hoja misma de dirección que suscribe Raúl Martín se abre con una pieza de este dramaturgo esencial. Entre las coincidencias fabulosas que han ayudado a Martín está su entrada al mundo del teatro en los albores mismos de la Década Piñera, cuando sobrepasados sus estudios en la Escuela Nacional de Arte llega al ISA como alumno de Roberto Blanco. Es 1990, cuando Irrumpe hace subir a la Sala Covarrubias el estreno, postergado por más de veinte años, de Dos viejos pánicos. Blanco cumplía una vieja deuda con su amigo, y acaso sin saberlo marcaba el punto de arrancada de todo un tiempo en que las obras mayores y menores de Piñera volverían «con esa fuerza más» para demostrar a censores vivos y muertos su valía y entereza. Ni siquiera recuerdo por qué, ya en 1991, bajé al Teatro Nacional de Guiñol para ver una puesta de El Flaco y el Gordo, uno de los textos menos recurrentes de Piñera, que un novel director se atrevía a rescatar de las abundosas páginas del Teatro completo, libro que por aquel entonces sólo se abría para releer Electra Garrigó o Aire frío. Raúl Martín ha resultado un espléndido lector de ese volumen, en tanto ha detenido su vista sobre otras piezas ahí recogidas, a las que la crítica nunca bendijo con el fervor que sí gozaron las mencionadas. Años antes de que, con La boda, definiera su acento lúdicro y el juego de relaciones que es hoy su teatro, ya estaba apostando por una pieza que el propio Piñera confesó escribir para «calentar la mano», y de la cual dejó tan ingrato recuerdo Natividad González Freire. Pero de La boda hablaré un poco más tarde. Ahora quiero reorganizar ese recuerdo de juventud, y ver de nuevo a Roberto Gacio dialogando con Danny Jacomino, fingiendo comer imperiosamente, con una teatralidad que desbordaba a su propio personaje. En el auditorio de esa noche está Roberto Blanco. Sus carcajadas aún resuenan en mi oído. Ahí, en la sala del Guiñol donde Raúl Martín encontró de niño «el olor del teatro», comenzaban las apuestas de su propia afirmación.
Por supuesto que El Flaco y el Gordo no era un espectáculo redondo. No salvaba los dilemas retóricos del texto, una de las piezas «didácticas» de Piñera, elaborada a partir de una línea filosófica que se niega a sí misma para comprobar la manera en que esa verdad puede demostrarse a través de sus opuestos. El Flaco y el Gordo, que la crítica ha releído luego como desdoble de los enfrentamientos literarios que Piñera y Lezama consumaron durante sus vidas, demuestra que el Flaco que devora al Gordo engendra un nuevo gordo, que por supuesto será devorado por un futuro flaco. El esquema es cartesiano y recuerda las estructuras, claro está, de Falsa alarma o Estudio en blanco y negro, mejores ejemplos de esas ecuaciones que tanto gustaban a Piñera como pasatiempo y que alimentan ya en otra escala sus obras mayores. La situación inicial se invierte en una gradación que la humilla para convertirla en otra verdad: La niñita querida o Los siervos, que Martín dirigirá también, se alzan desde ese andamiaje; y los discípulos piñerianos intentaron ese rejuego no siempre con buena suerte: léase, por ejemplo, La repetición de Arrufat. A Martín le seducen esas piezas, porque son juego puro, de ludicidad constante, de desdoble eminentemente teatral que pone en crisis la verdad de lo representado desde las propias armas de la representación. Ya en aquel montaje juvenil, sin embargo, empiezan a asomar elementos que luego el director manejará como ases propios y seguros: la acción se interrumpía con canciones, los diseños se basaban en colores neutros, el texto era cuidadosamente enunciado. Recuerdo a Roberto Gacio confesar lo difícil que le resultó aprender las complejas cadenas de acciones mediante las cuales fingía comer de aquel plato o aquella fuente, que para eludir cualquier naturalismo, el propio director elaboró en papier maché blanco, conjugándolos con el vestuario de sus intérpretes. Nunca más he vuelto a ver El Flaco y el Gordo, pero recuerdo aquel empeño cada vez que me enfrento a un nuevo espectáculo de Raúl Martín.

III

El número 2 del año 2001 de la revista tablas estuvo dedicado a Virgilio Piñera, y en su centro apareció un encarte de Teatro de la Luna, cosa lógica teniendo en cuenta la serie piñeriana que conformó un largo segmento de su órbita. En esas páginas a color, Raúl Martín incluyó una cronología de sus espectáculos articulados sobre piezas, poemas y otros textos del incómodo autor de «Ballagas en persona». Y quedaba fuera de esa estructura cronológica un montaje que, en tanto no partía de obra alguna de Piñera, resultaba excluido, pero que necesito rememorar aquí.
Para completar esta suerte de preámbulo en el cual se organizan los antecedentes del colectivo hay que referirse a la pieza que colocó, definitivamente, a Raúl Martín entre las «promesas» de la nueva escena cubana. Enlazado por El Flaco y el Gordo al Teatro Nacional de Guiñol, Raúl entabla una amistad con la actriz Xiomara Palacio que será esencial en su primer impulso, y del diálogo entre ambos surge la idea de que Martín trabaje como director invitado del ya longevo grupo. El resultado fue el estreno de Fábula del insomnio, firmada por Joel Cano, ya famoso autor de Timeball y Fábula de un país de cera, y escrita, como esta última, en verso, aunque sus tres actos estuvieran redactados en heptasílabos, vaya cosa insólita. Para ese estreno de 1992 Raúl mezcló actores nuevos y consagrados, invitó a la bailarina Eduardyé Muñiz a asumir el rol de la Anguila Electra (lo cual significó todo un suceso), y concedió a la propia Xiomara Palacio el placer de un auténtico revival en su ya fogueada carrera. Bajé unas cuantas veces las escaleras del Guiñol para divertirme con aquella pieza que Raúl montó sin prejuicios ni convenciones edulcoradas. Gracias al encanto seguro de su trabajo me aprendí versos de esa obra que aún recuerdo, y agradezco a Xiomara la mágica despedida de su Hada entre mis memorias teatrales más queridas. Saltando del uso del blanco puro al color, manejándolo en valores neutros y desarrollando sus dotes como diseñador –o mejor aún: de director que diseña como parte de sus responsabilidades sobre cada elemento de la puesta que firma–, motivando al elenco a desdoblarse en roles distintos, conjugando la banda sonora de Aymée Nuviola con la guitarra en vivo de Tania Moreno para pasar de una escena cabaretera a una controversia espirituana –en un espectáculo que si bien estaba funcionalizado para un público infantil sabía hacerlo desde códigos de modernidad teatral que el propio Teatro Nacional de Guiñol agradeció como aire fresco–, Fábula del insomnio demostró las potencialidades de un director que vivió su primer éxito gracias a un empeño que halló fuerzas en su propia modestia, en la atmósfera de encantamiento resuelto como juego, y donde la complicidad actoral resultaba un elemento básico. Varias temporadas tuvo la obra en esa sede. Varios actores sustituyeron a algunos que, en pleno período especial, abandonaron Fábula…, el teatro y Cuba. Es una lástima que Raúl Martín no haya vuelto al teatro para niños tras el éxito y el aplauso que esta obra ganó. Es una lástima, permítanme reorganizar la frase, que varios de nuestros mejores directores no se arriesguen a dirigir textos para niños resueltos con tanto ingenio y acierto literario como el de Joel Cano. Aunque Fábula del insomnio no conste en esa cronología que lo define como un director hecho y derecho ante miradas demasiado serias, yo sé que Raúl Martín es el hombre de teatro que es ahora, entre otras cosas, porque dirigió, sudó y transpiró todo lo que rodeaba Fábula del insomnio. Entre sus nostalgias y golpes de aprendizaje también han de estar, irrebatibles, muchas de esas anécdotas.

IV

El verano de 1994 fue, como corresponde, caluroso y agobiante. El punto bajo que el período especial alcanzó en esas fechas no necesita ser descrito, al menos para los cubanos que en la capital supimos de circunstancias graves en tantos órdenes. El teatro, sin embargo, cumpliendo acaso con la vieja máxima de que a tiempos de crisis puede responderse con una intensidad creativa insólita, alzó para esos mismos espectadores que éramos en La Habana, varias propuestas que no se detuvieron ni siquiera ante la rotura de los aires acondicionados de varias salas, que parecen condenadas a abrirse o cerrarse desde tiempo inmemorial según quieran funcionar o no esas maquinarias de refrigeración. Tras largos meses de ensayo Carlos Díaz, al frente ya de Teatro El Público, movilizó su extensa tropa de actores para abordar la sala Hubert de Blanck con la más extraña entre las extrañas obras que Lorca catalogó como su «teatro imposible». La pieza que comenzara a escribir el granadino en esta misma ciudad en 1930, había demorado sesenta y cuatro años en ser para nosotros un espectáculo que aplaudir y discutir calurosamente. Ya se ha dicho: temporada de verano. Lo cierto es que en aquellas funciones de media tarde que intentaban aprovechar la luz natural ante la carencia de fluido eléctrico, El público demostró las muchas ganas de hacer de Teatro El Público. No sólo en la Hubert de Blanck, sino también en el Teatro Nacional de Guiñol.

Al desbandarse en cierto modo Teatro Irrumpe tras la salida de Roberto Blanco hacia Venezuela, Raúl Martín terminó siendo invitado por Carlos Díaz a mezclarse con la aventura naciente de Teatro El Público. Díaz es él mismo un adelantado discípulo de Blanco, para el cual asesoró y diseñó varias puestas. A la solemnidad espectacular de su maestro, Carlos añade el elemento lúdico en su variación posmoderna, que no elude el choteo y el desparpajo cubanos como síntomas de teatralidad para construir una realidad de diversos tejidos y constantes variables. Dirigir en Cuba, en un instante de crisis tan obvia, la pieza lorquiana, era una prueba de fuego que consumió a esa pequeña multitud que, finalmente, llegó al estreno. Ahí estaba ya Raúl Martín.
En el diálogo que acompañó al extenso proceso de montaje Abilio Estévez (que se responsabilizó con la dramaturgia) reconstruyó con Martín, en cierta manera, el diálogo alrededor de Virgilio Piñera que ambos habían compartido con Roberto Blanco durante la preparación de Dos viejos pánicos. De esa vuelta a Piñera nace La boda, recuperación de un texto de 1958 que el dramaturgo, pese a incluirlo en su Teatro completo, publicó no sin reservas. Fue estrenada por Adolfo de Luis y motivó uno de esos escándalos que a Virgilio le harían sentirse en un París… tropical, donde sus golpes de efecto molestaran a los pacatos de siempre. El golpe de efecto, en este caso, son las tetas de Flora: una novia que ve deshacerse su compromiso al saber que su futuro esposo ha contado a un amigo que ella tiene los senos caídos. Asombra lo mucho que hace Piñera con un argumento tan endeble. El resultado es una comedia de salón en la que, sin embargo, alguien pronuncia una palabra impropia. Diálogo banal, en el sentido que Piñera daba a la palabra, que demuestra el vacío y desencuentro de personajes que acuden a las formalidades para no explicarse nada: sus personajes son autómatas prisioneros de lo que dicen tras las paredes. Los clichés piñerianos se repiten aquí gozosamente: la situación inicial se reconstruye como un crimen policial que demuestra su ridículo inútilmente. Martín tomó en sus manos esa pieza menor, desafortunada en el recuerdo de su autor, y la devolvió envuelta en una frescura que le sirvió para ganar una nueva escala.

Durante años este espectáculo ha sido la carta de presentación de un modo de hacer a lo Raúl Martín. Toda su serie piñeriana tiene en el centro los hallazgos y defectos de La boda, y su persistencia en recuperar el espectáculo con distintos elencos por más de diez años es una muestra de su inteligencia: creo que él sabe que ese montaje define una parte de su obra, de su carácter como hombre de teatro, y que en él se encuentran núcleos que pueden dinamitarse en puestas sucesivas. Al tiempo que se producían las funciones de El público, Mónica Guffanti, Juan David Ferrer, Déxter Pérez (luego Déxter Cápiro) y Xiomara Palacio, todos con papeles en la obra lorquiana, corrían al Guiñol para ofrecer en doble temporada el estreno de La boda. Gracias a esa suerte de locura el verano de 1994 representa en mi memoria un recuerdo menos agresivo de lo que tal vez en realidad fue.

La boda, en la perspectiva de Raúl Martín, semeja un baile rigurosamente coordinado y ensayado. El gusto mismo por lo coreográfico, que lo acercará a Rosario Cárdenas, Marianela Boán, Maricel Godoy y Lídice Núñez, activa los códigos de una pieza en la cual el director lee la frialdad piñeriana (la pieza es contemporánea con los Cuentos fríos de Virgilio y como en uno de sus mejores relatos, «El álbum», se asiste aquí a todas las variaciones posibles del conflicto), en la exactitud gozosa de un paso de danza. Trabajando el gesto como una convención para deconstruirla, Martín subrayó la artificialidad de la pieza original, acentuando el trabajo del doble que el actor debe ser en una obra piñeriana de estas características. Flora y Alberto, Julia y Luis, son parejas que obran según un plan de formalidades preescritas. La verdadera tragedia (esto es: que la boda no se efectuará por culpa del novio deslenguado) pasa a un segundo plano que Raúl Martín rescata en el sufrido tango que Flora canta al final del primer acto. Sabiendo que el elemento de escándalo que funcionó en 1958 ya no obraba con eficacia en un contexto tan diferente, el triunfo del espectáculo residió en su compleja elaboración como pauta física y en el rejuego constante de valores que el intérprete añadía a la masa de texto. Huyendo del realismo a ultranza Martín aprovechó los resortes de representación, y a partir de un sofá que se desarmaba en cuatro sillas, organiza una limpia disposición espacial que se atomiza o reunifica según la circunstancia. Los actores aportaron sus distintas capacidades de creatividad y experiencia y el resultado fue un éxito. No sólo en cuanto a críticas acumuladas sino en sus propias posibilidades de concreción escénica. Recuerdo un momento resuelto con excelente imaginación teatral: Flora cuenta una anécdota que sucede durante una representación operística en la cual un personaje descubre que es expósita. La anécdota, banal en sí misma, podría parecer enteramente prescindible en la trama. Raúl Martín busca los núcleos de acción en ese instante y visualiza la noche misma de la ópera, la entrada al teatro del público, la interpretación y la tragedia del personaje humillado en un solo momento de concentrada significación, por demás, hilarante. Como lo eran las canciones añadidas (el diálogo sobre los guantes color salmón transformado en dueto musical, por ejemplo), y la vis cómica que brotaba no de un juego indiscriminado sobre el texto, sino desde una comprensión que respetaba los puntos que Piñera desgrana como sentencias en los parlamentos, en esa alternancia suya que mezcla sofística y lenguaje barriotero, o en este caso de clase media adocenada. Una comedia sobre la fatalidad, ese oxímoron es La boda. Aderezada con vestuario y utilería resueltos en tonos blancos, morados, negros y verdes, con música de Aymée Nuviola, colaboradora ya imprescindible, y la inteligente asesoría de Estévez que reajustó varias zonas del texto según los intereses del director. El aprendizaje con Blanco y la contaminación del hacer lúdico de Díaz se confabularon en el tono general de un espectáculo por el cual, además, han desfilado otros actores: Héctor Eduardo Suárez, Ariel Díaz, Gilda Bello, Alina Rodríguez, Ana Gloria Hernández, Gretel Trujillo, Amarilys Núñez, Mario Guerra… Otros volverán a encarnar esos roles, siempre y cuando Raúl Martín quiera seguir reconociéndose en una puesta que todavía lo define.

V

Como una unidad progresiva puede definirse la serie de espectáculos que, a partir de La boda, Raúl Martín organizó sobre el verbo piñeriano. Prueba de fidelidad a la palabra del más provocativo de nuestros dramaturgos, ese núcleo resulta esencial para definir toda la Década Piñera, que a lo largo de los noventa diversos directores organizaron como prueba de la calidad visionaria de la palabra piñeriana. El estallido que Carlos Díaz propulsó con La niñita querida en 1993 se refrendó en esos homenajes múltiples que Martín activó también desde la danza, guiando a Lídice Núñez en su versión coreográfica de La boda (aquí, el relato incluido en Cuentos fríos), y trabajando sobre la voz del autor y sus poemas experimentales, en el caso de Las siete en punto, para Danza Combinatoria, y Solo de piano, para DanzAbierta, en 1994 y 1997, a los que siguió El banco que murió de amor, para Codanza, en 2000. Antes de estrenar su primera versión de Electra Garrigó en el Teatro Trianón, con un elenco que incluyó, en dos únicas funciones, a Laura de la Uz, Fernando Hechavarría, Déxter Cápiro, Yeyé Báez y Xiomara Palacio, entre otros, Raúl ya pensaba en una versión de Los siervos, obra expurgada por el propio autor de su catálogo y editada sólo en 1955 en un número de la revista Ciclón. Los acontecimientos se precipitan y finalmente en 1997 nace Teatro de la Luna. Junto al empeño de rescatar La boda y mantenerla en el repertorio, Martín ensaya, en el Noveno Piso del Teatro Nacional, la primera pieza moderna del teatro cubano.

La Electra Garrigó de Teatro de la Luna fue, contra todas las expectativas, un espectáculo que dejó inconformes a los que esperábamos el encuentro definitivo de Raúl Martín con el teatro «grande» de Piñera. Me tocó en suerte redactar las notas al programa de la segunda versión del espectáculo que se estrenaría en la sala Covarrubias con algunos actores del primer intento y otros que ya integrarían el núcleo preciso del naciente colectivo. En esas palabras que escribí creo recordar que apostaba por el gesto con el cual Martín no se acercaba a ese texto sagrado y profano no para dejar flores de homenaje, sino para intentar reactivarlo como merece un verdadero clásico. Por esa línea trabajó en verdad el director, pero creo que cometió un desliz del cual supongo él mismo está ya consciente, aunque se haya quejado de que el público «viene a ver los fouettés de El lago… y no la anécdota», según comentó en una entrevista a Nara Mansur. Electra Garrigó no es El Flaco y el Gordo ni Falsa alarma. No es un texto de respuestas tan rápidas, de ecuaciones tan palmarias, está organizado como una compleja estructura de ideas y reflexiones, no sólo acerca de «la educación sentimental que nos han dado» sino alrededor de una conciencia trágica que se hace y deshace continuamente en el curso de los tres actos presididos por la «Guantanamera». El «bacilo griego» contaminó a Piñera en toda la extensión del término y su consecuencia es una pieza de texturas múltiples, existencial y absurda por exceso o por defecto, pero que exige a su director entender la multiplicidad infinita de sus asociaciones sin perder nunca el centro real de su argumento. Martín optó por desacralizar un texto ya confinado al estante de los clásicos, y operó según los mecanismos de reducción paródica aplicados en sus anteriores experimentos piñerianos. Pero Electra Garrigó es una pieza donde la parodia es una forma implícita del conflicto trágico, que acentúa continuamente la alternancia entre una y otra cosa para refrendarla críticamente, y es en definitiva otro su sentido del humor y otras sus claves, de mayor espesor y más arduas exigencias. Es ahí donde no se concilió todo el valor del espectáculo, defendido por actuaciones notables y teatralidad segura en no pocos instantes (pienso en la muerte del gallo, en la cadencia rítmica que cierra el primer acto), pero que no alcanzó a convencer del modo en que los demás giros piñerianos de este director sí lo habían conseguido. Los recursos recordaban otros ya empleados por él en puestas muy recientes, y quedaban por debajo del nivel de amplias sugerencias del texto original: ni los maniquíes ni el álbum funcionaban como dobles crecidos de los intérpretes ni sus historias. Cuando Raúl Martín asiste en 2002 al Festival de Teatro de Camagüey, elige ese montaje «grande» y no los monólogos que dirigía en aquel instante para presentarse al concurso. La puesta dejó impávidos al espectador y al jurado. No pocos auguraron el agotamiento del período piñeriano, que dos años atrás, sin embargo, parecía distante, si se tiene en cuenta un espectáculo como Los siervos.

Estrenada en 1999, Los siervos confirmó que Electra Garrigó no era un punto final, en tono de experimento incómodo, en la relación Piñera-Martín, sino un proyecto que valdrá reconsiderar por su director en el futuro mediante nuevas propuestas. Ansioso de estrenar aquella obra «borrada», Martín apeló a una versión que, como estudioso de lo piñeriano, me decepcionó bastante. A fin de lograr lo que parecía imposible: el estreno en Cuba de una obra tan políticamente espinosa, alteró nociones esenciales en el texto original, emplazado en una Rusia ficticia donde ya el comunismo es una verdad tan rotunda como aplastante, que ha conseguido imponer ese régimen al planeta, hasta que Nikita (eco de Jruschov, tal vez), el filósofo del Partido, decide invertirlo todo, declarándose siervo. Juego mental y teatral en un rotundo estilo piñeriano, efectuado para demostrar la teoría nietzheana del «eterno retorno», Los siervos era la peor carta que Piñera podía sacar de la gaveta en una Cuba que repentinamente avanzaba por los fueros del socialismo y el comunismo: de ahí su «desaparición», explicada por Virgilio muy a su modo en un «Diálogo imaginario con Jean Paul Sartre» que editó Lunes de Revolución y donde él se las arregla para limpiarse las manos de aquella obra francamente anticomunista. Martín traslada la acción a una república ideal, cambia los nombres de los personajes, elude las referencias concretas al mundo socialista, con lo cual rebaja la calidad visionaria de Piñera que parece advertir, en esa obra de 1955, la caída del Muro y de tantos otros muros. El estreno sirvió para comprobar, entre otras cosas, cuántos de nuestros críticos e investigadores que se autotitulan especialistas en Virgilio recibieron gato por liebre: jamás se han ocupado en hojear el número negro de Ciclón donde se editó la pieza.

Ahora que el texto íntegro de Los siervos puede consultarse en un número reciente de la revista digital La Habana Elegante, puedo al menos aspirar a que otras miradas se acerquen a lo hecho por Martín. Más allá de esa maniobra desproblematizadora, su espectáculo era digno y cercano a los hallazgos de La boda. Articulado como una farsa política, pese a todo, el montaje ofrecía agudas y amargas reflexiones, a partir de una dosificada mezcla de humorada y patetismo: ni siquiera la «limpieza» a la que se sometieron los diálogos libraron al resultado de la perspicacia de Piñera: viejo sabueso al fin y al cabo. En particular, la destacadísima incorporación de Déxter Cápiro permitía a su Nicleto una relación con el auditorio basada en su madurez como actor, que unía elementos danzarios con desplazamientos de calculada introspección. Los recursos eran los ya conocidos: canciones, vestuario integrado a la totalidad de la máscara que era el personaje, atmósfera teatral subrayada por el cuidado en la gestualidad y la enunciación, pero el mismo rejuego con claves arduas de lo social y las aparentemente inalterables concepciones de lo civil en este mundo amplificaban en una nueva densidad esos elementos. Gretel Trujillo, Mario Guerra y el resto de los actores lograban que no resultara dañina la sensación de déja vu. El resultado era lo suficientemente cerrado y concreto como para merecer un aplauso. Y así fue: en el propio Festival de Camagüey, dos años antes de la visita con Electra Garrigó, la propuesta alcanzó numerosos premios.

Con Los siervos parece concluir una órbita que ya necesitaba, para diversificarse, convocar otros recursos, activar otros resortes espectaculares. Otros diálogos incluso con distintos autores. La responsabilidad de un grupo recién fundado exigía la apertura de esos límites. Vaya paradoja: justo en el instante en que Raúl Martín puede levantarse como director ante toda una compañía, apostó no por el trabajo grupal sino por el desempeño en solitario para ganar esas nuevas coordenadas.

VI

En la única edición del Festival de Monólogos y Unipersonales auspiciado por el grupo La Má Teodora entre artistas cubanos residentes dentro y fuera de la Isla, Raúl Martín fue uno de los más premiados participantes. El evento, celebrado en los primeros meses de 2001 y que no pudo repetirse nunca, propició un puente anhelado e insólito entre creadores que por más de tres décadas no habían cruzado el mar para entenderse, en Miami, como teatristas. Si bien la iniciativa apenas contó con la participación de quienes, en esa ciudad, dan fe de una vida teatral, algo trató de fundarse en ese instante, que razones de índole política, entre otras causas, luego no permitieron renovar en nuevas convocatorias. Ahí estaba Teatro de la Luna que asistió con El enano en la botella, sobre texto de Abilio Estévez, y El álbum, a partir de Virgilio Piñera.

Imaginar una línea precisa entre los verbos de esos autores no es difícil, discípulo como es el autor de Perla marina de quien firmara Aire frío. Ya he contado en esta revista algo de la génesis de ese monólogo de Abilio, que integra las Ceremonias para actores desesperados junto a Santa Cecilia (la más lograda de ellas) y Freddie. Confiado a Martín en 1994 para dirigirlo a Xiomara Palacio, el texto debió esperar a que aguas institucionales y personales limpiaran sus destinos, y fue anunciado para sorpresa de muchos en la cartelera del evento, de la mano de Gretel Trujillo, una actriz capaz de transformarse en el Enano con soberbia eficacia.

La desnudez del proyecto es el primer problema al que un director debe enfrentarse con un texto así. Monólogo puro, el Enano habla con nadie, con sombras que imagina para no saberse solo. Pero está solo, he ahí su tragedia: tiene que inventar con la palabra una forma imposible de compañía. En el montaje se subrayó la idea encierro-isla-aislamiento, y el mensaje tuvo un cálido sentido en el contexto donde se estrenó. Los propios recelos de Martín frente a la masa verbal de esta ceremonia fueron desmantelados por su empeño, que supo hallar ante todo la verdad de un personaje en su accionar a partir del mismo verbo, y que la actriz asumió con una madurez potenciadora de numerosos matices. Y al trabajar sobre el texto como un material y no un aderezo, logró encontrar otras texturas en la idea base, que el Enano explica mediante raras ecuaciones con las cuales llena el escenario. La síntesis de todos los recursos ya aprendidos propició una rápida comunicación con el público, que no se resistía a los encantamientos del protagonista y se creía en verdad imaginado por él.
A su vez, en El álbum, Piñera ofrecía al director otros problemas. La narración de su personaje, una anciana encarnada por Déxter Cápiro, de cuanto ha atesorado en su colección de fotos, la presenta en una suerte de misa espiritual rodeada por los retratos de sus seres queridos. Deconstruido una y otra vez, con la apoyatura de un enorme telón de fondo en el que se ven apenas los miembros inferiores de esos familiares evocados, el resorte dramatúrgico recombina sus elementos, más que proponer una historia al uso. La exacta complicidad que durante años afinaron Raúl Martín y su actor permitía que el tour de force no deviniera fracaso. En un ejercicio de máximo riesgo el arduo texto piñeriano ganaba otra calidad escénica, lejana a la seducción de un travestismo gratuito, y daba al personaje envuelto en su satinado traje blanco una atmósfera funeral. Ambos espectáculos evidenciaron los rumbos posibles del Teatro de la Luna. La pérdida, sin embargo, de esos intérpretes, vino a significar para el naciente colectivo una crisis para la cual ni sus integrantes ni su auditorio estaban probablemente preparados.

La maniobra que quiso responder a tal acontecimiento fue en cierta medida la lógica: recomenzarlo todo. Ganando otros actores, Martín rescató el repertorio. Así, por ejemplo, Gilda Bello encarnó a Electra, y Ariel Díaz a Nicleto, Amarilys Núñez cantó el tango de Flora, Roberto Gacio apareció en El álbum y Mario Guerra se transformó en el Enano. El eco y la imagen de los intérpretes anteriores eran demasiado recientes, y no se produjo en todos los casos un verdadero crecimiento del proyecto original. Apresados en una pauta física que correspondía a las características propias e individuales de Trujillo o Cápiro, sin redirigirla hacia sus propias lecturas, los nuevos rostros no siempre ganaron una dimensión particular que los refrendara como continuadores en ascenso. Las dificultades crecientes de la vida teatral, los detalles de la vida privada que pueden afectarse cuando otros resortes no funcionan, parecían atentar contra la supervivencia del grupo. Habría que esperar a temporadas posteriores para comprobar, por ejemplo, que Mario Guerra conseguía una imagen ya menos atada al recuerdo de la premier en su versión del Enano; y que Amarilys Núñez no era sólo la bella mujer cuya Clitemnestra pareció devorar, según la puesta vista en Camagüey, todo el conflicto de la familia Garrigó.

Entre 2002 y 2005 Martín aparece con Teatro de la Luna en estadios diversos. Comienza a dar clases en la Escuela Nacional de Arte, incorpora alumnos de la misma en su versión de Seis personajes en busca de un autor, a petición de la Embajada de Italia, confirma sus relaciones con teatristas de Chile (allí está Laura de la Uz, cuyo regreso a Cuba marcará otra etapa del colectivo), repone espectáculos anteriores y finalmente confía en un nuevo actor, Bruno Torres, para volver al verbo de Abilio Estévez. Dios mío, vaya otra paradoja: hubo que esperar a que el autor de Santa Cecilia se estableciera en España para que sus textos fueran, entre nosotros, más representados que nunca.

VII

Santa Cecilia es La Habana. Tras una lectura de Perla marina ante un público de fieles alguien dijo a Abilio Estévez: «Qué obra tan cubana». «No», replicó alguien, «qué obra tan habanera». Para confirmar ese último detalle es que sale de las aguas la anciana inmemorial que nos saluda e increpa, que muere en el ciclón ante las aguas de la ciudad que cree desaparecida. Estrenada en 1994, contó con el lujo de una Vivian Acosta espléndida en su rol, y con el lujo no menos provechoso de una polémica que enfrentó a Senel Paz, Omar Valiño, Vivian Martínez Tabares, Raúl Alfonso y otros en diversos espacios. Parece que el eco de esos enfrentamientos necesitó que transcurrieran al menos diez años para que finalmente ese monólogo pudiera volver a nuestra escena con otros rostros y otras lecturas menos atenazadas por lo que dictaba aquel terrible momento.

En ese 2004 que marcaba la década de su estreno, Carlos Díaz y Raúl Martín ofrecieron dos miradas paralelas a Santa Cecilia. En instantes de determinada crisis parecieron ambos volver a un texto que los reubicaba en un país concreto, de una tradición cultural inequívoca, en la circunstancia agridulce de un contexto tan preciso y volátil como este, para saberse aquí y desde aquí. Anunciando el estreno de El banquete infinito, obra que había prometido a Alberto Pedro representar con Teatro de la Luna, Martín finalmente opta por el texto de Abilio, que lleva a Chile apenas estrenado. Díaz, por su parte, ha regresado de España con la carga de inestabilidad que presupone haber suspendido una temporada que se anunciaba larga de La loca de Chaillot, tras la rotura (ay, otra vez) del aire acondicionado del Trianón. Sin comparar ambas puestas (ese es otro trabajo, más allá de las tentaciones vanas) puede decirse que cuando esas dos Santa Cecilia confluyeron en cartelera y en la misma calle habanera, funcionaban como apuestas de ambos directores, ya dueños de lenguajes personales precisos, por persistir y hacer aquí.

Si en el escenario de Teatro El Público Osvaldo Doimeadiós demostraba su bagaje actoral y su cultura como hombre de la escena en un ejemplo gozoso de riquezas y proyecciones múltiples, Teatro de la Luna apostó por un actor casi novel. Bruno Torres, parte del extensísimo elenco de La loca de Chaillot, salta al grupo de Martín y se le ofrece el reto enorme de un texto que sobrepasa su experiencia. De ahí que la puesta lo sostenga todo el tiempo a fin de evitarle riesgos mayores en la asunción de un verbo que exige, con naturalidad, ir de una cita lezamiana a la trova tradicional, y de ahí a Juana Borrero y luego a la Loynaz, pasando por Enrico Caruso. Tejido cultural intenso, red de referencias que se alzan como personaje, Santa Cecilia exige un director y un intérprete de fuerzas probadas. La coincidencia de ambas puestas en la misma temporada fue sin duda infeliz, porque arrastraba una comparación injusta. Los dos proyectos avanzaban por sendas diferentes.

La Santa Cecilia de Martín juega desde la máscara, no desde una caracterización base que se multiplica. Los estadios de la protagonista se enmarcan como juego interpretativo que desde el inicio, cuando el actor llega al teatro con ropas masculinas de las que se deshace mientras canta el tema de Manuel Corona, se asumen como proyecciones lúdicas. Al final, envuelto en una bata que es red y es capullo y es sudario, se regresa al punto neutro desde el cual el actor debe reconocerse a sí mismo tras una suerte de viaje iniciático a través del mapa que es el texto. En tonos de un azul que ya se va degradando, que va dejando atrás los colores neutros y matices violentos de puestas anteriores, este espectáculo cierra, por ahora, la tríada de monólogos que Teatro de la Luna organizó a fin de recomponerse como célula desde un análisis en escala mínima de sus propios recursos. Los elementos paródicos han sido rebajados para que la historia sea quien nos guíe, y la mano del director ya no se agota mostrándonos, desde el inicio, los mismos resortes que luego compondrá y recompondrá sucesivamente en el mismo espectáculo. Es como si Raúl Martín hubiera aprendido, contra el mismo azul del telón de fondo, el significado exacto de la palabra sosiego.

VIII

Confieso que no hubiera escrito tanto sobre Teatro de la Luna si, a la vuelta de sus primeros diez años, no hubiese podido aplaudir un espectáculo como su Delirio habanero. Sin esa puesta, que logra lo que mediante los monólogos y proyectos intermedios se intentaba equilibrar, no podría ganar esta perspectiva con respecto a lo que es hoy la agrupación de Raúl Martín. No me entristecen los logros no consumados de algunos espectáculos; me angustia el que un artista de talento quede varado en ellos y no pueda ya avanzar. De lo primero se aprende y se sacan energías necesarias para replantear lo necesario; de lo segundo sólo se consigue el estatus de vaca sagrada o cadáver insepulto. Con Delirio habanero, la puesta que a cambio de El banquete infinito anunció el grupo para finalmente añadir el nombre de Alberto Pedro a su catálogo, Teatro de la Luna consigue zafarse del peso de las pérdidas o intentos que amenazaban su solidez y se confirma como un núcleo que nos pone a prueba, como críticos y espectadores, de una historia que, como la vida, se alimenta de sus altas y bajas progresivamente.

Delirio habanero es el feliz resultado de numerosas coincidencias. Martín apeló a tres actores en los que confía y esa complicidad nos devuelve la seguridad que antes ese gesto nos mostró con Déxter Cápiro: su alter ego en un momento, y otros intérpretes a los que ha sabido mimar. Aquí se ve la mano dura del director que exigió mucho a Laura de la Uz, en su afortunado regreso a Cuba, Amarilys Núñez y Mario Guerra; pero también el gesto caricioso que los supo aunar en un proyecto tan arduo. Que los tres hayan logrado caracterizaciones que revalidan y relanzan sus carreras es lo primero que alegra de ese diálogo veraz, a partir de un texto para nada simple. Tres locos fingen ser glorias nacionales. Se reúnen en un bar que pronto van a derruir a imaginar, cada noche, una Habana que deslumbró a Cabrera Infante. Pero ni La Reina es Celia Cruz, ni El Bárbaro es el Benny, ni este barman es el auténtico Varilla: colmo de colmos: es una mujer. Estrenada por Miriam Lezcano, la pieza que permitió un trabajo de lujo a Bárbaro Marín regresa ahora no ya como la lectura de un texto teatral, sino como un espectáculo donde el director ha madurado y calibrado la disposición de cada detalle, al mantener la suficiente intriga espectacular como para reescribir los parlamentos sin alterar una coma. El cabaret derruido es una Cuba posible, un sueño alterado entre otras Cubas, y la nostalgia de una voz que cante para salvarnos en mitad de la desgracia obra el milagro. Delirio habanero es un acto de cubanidad, más que una nueva puesta de Teatro de la Luna. Una ampliación en gran escala de la relectura nacional que se fundamentó en Santa Cecilia. Que lo consiga sin aspavientos, con limpieza teatral de primer orden, es un hecho que anima y reconforta en tiempos de tanta pobreza. Y no sólo teatral.

Si en La vida en rosa de Buendía el Cabaret es la República bañada en sangre por su propia inmoralidad de orgía barata; si en De donde son los cantantes el Cabaret es la posibilidad de una reencarnación que carnavaliza la muerte misma de una Patria letrada; si en Lo que pasó a la cantante de baladas el Cabaret es la orilla perdida donde se fue pleno, en Delirio habanero el Cabaret es la cifra de un modo de vivir, establecido ya en los peligrosos límites de la cordura y la irrealidad. Cuba como Delirio, que dura lo que un bolero. Celia y Benny, esencias que ni la sordera política nos debiera arrebatar. Y un puntal de la Nación que se organiza en el mismo modo en que El Bárbaro ubica, en cada mesa, a cada pareja según su baile y color. Teatro de la Luna se sirve de poquísimos elementos para conformar esa imagen calidoscópica, sustituye una victrola por un piano desvencijado, mezcla la voz de su actriz con la de una diva que al fin regresa, siquiera sea durante la representación, al público que debiera oírla por encima del recelo y de la muerte. Juego de símbolos crecidos, las botellas de Bacardí penden del aire, la Virgen del Cobre ilumina el sobretodo de la Reina que canta a la «vieja luna»: emblema del propio colectivo, el bastón del Bárbaro se sostiene en la nada, el lumínico se enciende antes del acabóse. No sé si la palabra «emoción» sirva de algo a un crítico. A mí me sirve para agradecer, ahora, el modo en que este montaje reubica en mi memoria todos y cada uno de los momentos que debo a Raúl Martín y su grupo. Delirio habanero es plenitud, una invocación resuelta como exorcismo. Fue el mejor espectáculo que aplaudí quizás en todo 2006 y en el último Festival de Camagüey. Claro que el jurado tenía derecho a pensar otra cosa.

IX

«Agradecido» es un término que pocas veces se nos concede a quienes, desde la palabra escrita, repasamos la vida teatral de un país. Los directores y actores recuerdan más nuestras críticas que nuestros aplausos. Y sin embargo dependemos los unos de los otros en una línea que no puede separarnos. Durante diez años Teatro de la Luna ha estado ante mí, a veces con más nitidez, otras no tanto. Sé, sin embargo, que no puedo eludir su nombre cuando afirmo el breve conjunto de colectivos a los que debo el no perder la fe, como parte de toda esta historia. Mis insatisfacciones ante sus espectáculos son las de quien sabe que dialoga con gente de talento y exige de ellos el crecimiento que confirme nuestras apuestas. Recuerdo una temporada de La boda en el Trianón, de la que vi casi veinte funciones, en el fragor ingrato del período especial. Apelo a esos recuerdos cuando me falla el ánimo y me pregunto si no demando demasiadas cosas a un movimiento teatral que probablemente no sea tal, sino algo que tozudamente imaginamos unos cuantos: un delirio. En su poética de teatralidades autoconscientes, en la calidad representacional de sus propias fuerzas teatrales (eso que el convencionalismo denonima «estilo»), este grupo ha sabido avanzar desde la aparente ligereza de La boda hasta la calidad abrasadora de su trabajo más reciente. Entre esos dos puntos hay calor, angustia, amistad, discusiones, distanciamientos, cercanías, una profesora de mi juventud devenida asesora teatral, un amor personal: mi «hermana» Laura de la Uz, y tantas cosas que se mezclan a mi vida secreta. A otros no podría exigirle, rogarle incluso, que el triunfo de Delirio habanero no se deslía en propuestas de menor alcance futuro. Me pregunto, a estas alturas, si no seré yo mismo un actor más del Teatro de la Luna. El actor que, a la vuelta de diez años, incómodo y agradecido, asume el papel de aplaudir desde su luneta, del otro lado de la escena. Cómo no, piñerianamente.

TEATRO DE LA LUNA RELEE A VIRGILIO PIÑERA

Por Vivian Martínez Tabares

En medio de la irregular actividad de la escena cubana, en los últimos meses bastante escasa en estrenos notables -para hablar de puestas sobresalientes, seguimos recurriendo a títulos y figuras de más de un año atrás-, el Teatro de la Luna, que dirige Raúl Martín, viene a ser una de las alternativas de mayor interés, por estos días enfrascado en una temporada que va al encuentro del público con sus seis montajes en repertorio: “La boda”, “Electra Garrigó”, “El álbum”, “Los siervos”, todas de Virgilio Piñera, “El enano en la botella”, de Abilio Estévez, y “Seis personajes en busca de un autor”, de Luigi Pirandello, desde la Sala Covarrubias del Teatro Nacional.

El ciclo coincide en celebrar los cinco años de vida del joven colectivo, y el noventa cumpleaños del gran autor cubano Virgilio Piñera, en cuyo evento conmemorativo, titulado “Noventa Virgilios” se insertaron las puestas, junto a un coloquio que estudió facetas diversas de Piñera poeta, narrador y dramaturgo, una lectura de poemas a cargo de actores del Teatro El Público, y la salida del libro “Cuentos completos”, todo un acontecimiento para la literatura cubana.

UN AUTOR ESENCIALMENTE TEATRAL

Virgilio Piñera (1912-1979) fue, junto a Carlos Felipe (1914-1975) y Rolando Ferrer (1925-1976), representante de lo que el crítico Rine Leal calificó como “la dramaturgia de transición”, una suerte de puente entre la generación de ADAD y el grupo Prometeo, protagonista de la actividad teatral en los 40-50, y la eclosión dramática que irrumpe con el proceso revolucionario. Fue el autor de textos capitales como “Electra Garrigó” (1941) –que abre la modernidad en el teatro cubano, aunque debió esperar siete años para ser estrenada, y rechazada entonces como “un escupitajo al Olimpo” en su lectura paródica del mito griego--, y de “Aire frío” (1958, estrenada en 1962), donde recrea el avatar, durante dieciocho años, de una familia cubana de clase media –que en la Cuba de los 50 podía significar “clase cuarta o décima”-, asfixiada por la miseria cotidiana, metaforizada en el calor reinante, desde la obsesión de Luz Marina, el personaje protagónico, por un ventilador que la libere del ahogo en que vive. La familia de “Aire frío” que parte de la suya propia en un tremendo acto de tremenda catarsis sin dejar de resumir a mucha gente anónima. “Aire frío” era para él su mejor obra, “una pieza sin argumento, sin tema, sin trama, y aun sin desenlace [...] con la pobreza, la frustración, y también con algunas ilusiones, por cierto muy conmovedoras”.[1]

Virgilio fue maestro en vertebrar las búsquedas más contemporáneas de la escena universal y la más legítima expresión de lo cubano, negador perpetuo frente a cualquier convencionalismo, económicamente pobre pero inclaudicable en su consagración a la literatura, excéntrico y teatralísimo, creció como escritor inserto en una Cuba “existencialista por defecto y absurda por exceso”,[2] fue precursor de Sartre e Ionesco –escribió “Electra...” antes que Sartre “Las moscas”, y “Falsa alarma” antes que Ionesco “La cantante calva”-, ganador del Premio Casa de las Américas en 1968 con “Dos viejos pánicos”, pero también un incomprendido, víctima de la homofobia y marginado oficial en los 70 y, a pesar del éxito que acompañó cada puesta de “Aire frío” –a cargo de Humberto Arenal y Abelardo Estorino—, de las diversas lecturas que generó “Electra Garrigó” en los años 80 –en manos de Armando Suárez del Villar, Flora Lauten, y Gustavo Herrera con el Ballet Nacional de Cuba-, fue el gran ausente de la escena cubana hasta inicios de los 90, cuando se abre lo que Norge Espinosa, parafraseando el célebre verso de ese poema mayor que es “La isla en peso” –la maldita circunstancia del agua por todas partes-, ha llamado “la infinita circunstancia de Piñera por todas partes”.

Es útil anotar además, sobre todo para los lectores de Teatro/CELCIT, que entre 1946 y 1958 Piñera pasó más de diez años en Buenos Aires, donde entabló una fecunda amistad con el polaco Witold Gombrowicz y participó en la traducción de su novela “Ferdydurke”. También con él, desde el café Rex, atacó la cultura oficial y parodió al grupo cercano a Sur con la revista Vic-trola, creada por él mismo, además de ser corresponsal de la cubana Ciclón,[3] que editaba en La Habana José Rodríguez Feo.

RAÚL MARTÍN Y EL BACILO PIÑERA

Si, como él mismo autor refiere en ese magnífico prólogo “Piñera teatral”, fue atacado por el “bacilo griego”, un joven creador de los 90, Raúl Martín, se contagió con las manifestaciones piñerianas de la enfermedad, para bien del teatro. Discípulo del maestro Roberto Blanco durante su formación en el Instituto Superior de Arte –un director signado por un lenguaje espectacular de manifiesta belleza, amante del gesto magnificado y de un modo enrarecido y no naturalista de decir los textos-.

Raúl Martín fue su asistente durante el montaje del tardío estreno cubano de “Dos viejos pánicos” en 1990 –la puesta que abriera la etapa de recuperación de Piñera para la escena nacional. Al año siguiente, como tesis de graduación en el I.S.A., Martín montó “El flaco y el gordo”, e inició su vida profesional como parte del teatro El Público, creado y dirigido por Carlos Díaz, otro maestro del artificio, donde en 1994 estrenó “La boda”, con experimentadas actrices y actores noveles.

Esa misma puesta, con un nuevo elenco, iniciaría la trayectoria de su propio colectivo, el Teatro de la Luna. Desde entonces, seducido por la carga de teatralidad y por la filosofía del dramaturgo, negadora pero no fatalista, se ha dedicado a releer en escena su obra, no tanto para acudir a los grandes textos –“Electra Garrigó”, de 1997, será la excepción-, sino más bien para explorar zonas vírgenes y difíciles, relegadas por la crítica, como la mencionada “El flaco y el gordo”, o “Los siervos”, de 1999, y “El álbum”, estrenada en 2001.

Así, Raúl Martín ha incursionado también en propuestas danzarias como “La boda” (1994), coreografía a partir del poema homónimo de Piñera, con Lídice Núñez, de Danza Contemporánea de Cuba; “Las siete en punto” (1994) con Danza Combinatoria; “Solo de piano” (1997) con DanzAbierta; “El banco que murió de amor” (2000), con Codanza – todas a partir de los poemas homónimos del libro “La vida entera”.[4]

Martín elige dialogar con Piñera a través del empleo de sus mismas armas: el juego paródico, la mirada burlona frente al fatalismo irreversible de lo que no tiene salida, que se enfrenta con el sarcasmo como un mecanismo defensivo.

Confiesa que eligió montar “La boda”, por ejemplo, por la fascinación frente a un parlamento de Flora, la protagonista, cuando afirma: “Diga que no habrá boda porque hay tetas caídas”, y en su puesta convierte la ceremonia negadora y absurda de la no boda que hay que celebrar con todo rigor, en una parodia de las comedias de salón, frívolas y ligeras, para fustigar cómo lo esencial se relega por lo accesorio y cómo los seres humanos nos dejamos arrastrar por la banalidad y en sin sentido.

A lo largo de sucesivas confrontaciones, el director ha ido perfilando, con su equipo de actores, un atractivo y peculiar lenguaje, que aspira a integrar todos los elementos posibles hacia un teatro total. Martín hace danzar los textos en una partitura que es coreográfica sin dejar de ser esencialmente teatral, significativa en la expresión de las contradicciones -para él, los textos danzan con los actores en el escenario-; emplea la música como contrapunto o como base dramática y juguetona, por medio de canciones que juegan con los textos prescritos y los códigos de la cultura popular, fácilmente identificables por el público; concibe los objetos en escena con un sentido lúdico evidente: generalmente la escenografía se ha elaborado con un concepto modular, intercambiable, y conserva la factura artesanal como un valor expresivo en sí mismo. Los actores se mueven con facilidad de la interiorización y el cuidado en el decir a la farsa y a la representación externa, formalizada, marcadamente burlona y crítica, y, como resultado de una preparación sistemática, cantan y bailan con soltura. Y una de las grandes aspiraciones del director es lograr producir otras sensaciones desde el escenario, emitir olores, cocinar y hacerla probar a los espectadores en una próxima versión de “El flaco y el gordo”.

Esa estética y sobre todo la sistematicidad en el trabajo, le han ganado un público estable que acude a cada función con devoción y entusiasmo, un auditorio de espectadores en el que predominan estudiantes universitarios y jóvenes profesionales, y donde alegra ver cómo, entre la multitud, se confunden los rostros habituales de teatristas.

No resulta fácil el esfuerzo desplegado por este colectivo en el contexto actual del teatro cubano, marcado por la inestabilidad de los elencos, que amenaza la programación, la vida de los repertorios y hasta la propia supervivencia de los grupos, para lograr una temporada de seis espectáculos continuados, mucho más si la reciente salida de dos de sus actores, habituales en papeles protagónicos, les ha obligado a re-crear sus montajes. Teatro de la Luna está justo en el vértice de una nueva etapa, en la que el equipo relativamente homogéneo del primer lustro se ha transformado, quizás prematuramente, a la coexistencia de dos “generaciones”, y ahora el trabajo se empeña en articular la retroalimentación entre unos y otros, para consolidar la nueva faz que se ha ido conformando.

DE ELECTRA A LOS SIERVOS

Cuando Raúl Martín estrenó “Electra Garrigó”, el montaje generó una interesante polémica entre, por un lado quienes iban en busca de antiguos referentes, por otro quienes veían la obra como un clásico que había que tratar con sumo cuidado, y quienes aceptamos la piñeriana manera de subvertir, a la luz de estos tiempos y para el nuevo público, “la educación sentimental que nuestros padres nos han dado”, desde la resistencia a la solemnidad que forma parte esencial del carácter del cubano.

Teatro de la Luna jugó con los contrastes entre el grotesco y lo näif, rescató el sentido que en el original había tenido la cita del tema musical “La guantanamera” –que en aquel tiempo se empleaba para acompañar las noticias de la crónica roja en un programa radial, aunque luego, curiosamente, haya devenido tópico de la cubanía- e incorporó nuevos temas, a la manera de los festivales de la canción trasmitidos por la TV, y leyó la pieza desde lo que puede significar hoy la relación filial y el tema de partir-no partir. Y el monólogo del segundo acto recobraba una nueva manera de entender el sentido de cuánto nos debemos a nosotros mismos y a nuestra manera de enfrentar el mundo.

Un sentido semejante animó la versión de “Los siervos”. Si el texto original, publicado sólo en un número de la revista Ciclón de 1955, rechazado por el autor y sin estrenarse, podía interpretarse como un alegato anticomunista, a partir de lo que llegó a Piñera de la práctica socialista soviética, Raúl Martín elude cualquier lectura maniquea, que en esta época podría ser fácil y oportunista, y coloca la acción en una época y un lugar imprecisos -desde la trama y a nivel visual-, remotos y a la vez futuristas, y cambia los nombres de los personajes para privilegiar una reflexión en torno a cómo la acción del ser humano es decisiva para llevar adelante una idea y hacerla triunfar o destruirla.

La obsesión piñeriana por el tema del eterno retorno es acentuada por la circularidad de la danza y desde el prólogo mismo, cuando el personaje del Niño sube al proscenio, caracterizado como Nicleto -el protagonista que se rebela frente al estado de igualdad porque quiere volver a ser siervo-, y dice el texto de un poema de juegos infantiles de guerra, para abrir la historia, interminable, el mismo niño que luego cerrará el montaje con la cabeza de Nicleto entre las manos. Y el humor crítico equilibra el acento fatalista del texto para atacar los discursos demagógicos y la doble moral, a través del dibujo grotesco de los personajes poderosos. Como afirma Martín en el programa de mano: “...hablo del hombre que tomo una idea y le puso un nombre, del que asumió un cargo y se acomodó definitivamente. Del que habla de igualdad mirando desde arriba después de escalar.” Y así propone y consigue un diálogo directo con sus espectadores.

La hibridez genérica del texto se acentúa y junto a una cuidadosa validación de la palabra, el peso de lo gestual, de lo coreográfico se subraya, en busca de una expresión esencial del comportamiento cotidiano del cubano, en la que coexiste –como en la música—una diferenciación entre los modos bruscos de Zenón, Pileno y Ralú, que marchan “con pies de plomo” para alertar sobre el cuidado que hay que tener con Nicleto, y el protagonista, que recrea y estiliza teatralmente desde el ademán simple hasta algunos elementos de la gestualidad codificada de los orishas. La ironía y el discurso cuestionador se dan la mano, el comentario crítico de la música, que da paso a la reflexión, juega con el humor chispeante.

Dialogante y lúdico, arriesgado y persistente, el Teatro de la Luna encarna hoy una vital manera de releer y de repensar a Virgilio Piñera.

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